La libertad, si hablamos a lo grande, nunca arraigó en Europa, un continente demasiado viejo.
En Europa puede haber libertades, que es otra cosa: una cosa que alguien, desde arriba, da… o quita.
Para ser libres, los locos de la libertad tuvieron que dejar Europa y establecerse en América, donde fundaron, todos a una (¡el pueblo, no un ejército!) su libertad a tiro limpio (¡ay, esa Segunda Enmienda que a ningún europeo le entra en la chola!). Ley y orden. “Imperio de la ley”, invento romano que arraigara en Inglaterra y que John Adams define para una señora en la calle:
–¡La república de las leyes!
Parecía algo irrefutable, pero sólo hasta que oyes a Ana Pastor en el Congreso:
–Nuestra democracia se fundó democráticamente.
En Filadelfia, nadie, salvo Hamilton, sabía que estaban creando la democracia representativa. Y tampoco nadie citaba a Rousseau, sino a Montesquieu, que en su “Espíritu de las Leyes” advierte de que, si el poder ejecutivo sale de los diputados, desaparece la libertad política.
La libertad política es, pues, una felicidad americana (“felicidad” por libertad es la palabra más repetida por Tom Paine). Hoy, con el moderno clero (universidad y mass-media) en contra, es una felicidad en decadencia, pues de ella sólo hace causa el partido republicano. El partido demócrata mira más a Europa (la cabra tirando al monte), cuyo norte no es la libertad (la idea europea de libertad se reduce a ir en bicicleta sin reglamentos), sino la igualdad, que, por utópica, es una ideología catastrófica.
La Revolución americana es la libertad que lleva a la democracia. La Revolución francesa, que declara demodé a Montesquieu, es la igualdad que lleva a la dictadura. Sin libertad no hay democracia y sin dictadura no hay igualdad.
Nuestro actual igualitarismo es la universalización de una idea falsa: lo llamamos socialdemocracia, que nos entretiene con lo accesorio para que no nos acordemos de lo trascendente.
Aquí la libertad nunca importó a nadie.