RAÚL CEJUDO GONZÁLEZ
Se habla demasiado de la ley, en general, o de leyes particulares cuando se aborda un determinado asunto que está regulado por ellas. Abundan los que creen que el marasmo en el que nos encontramos se debe, en gran medida, a las leyes existentes. Piensan que con leyes más perfectas todo iría mejor. Otros creen, con razón, que tenemos demasiadas leyes.
Pero en España no importa mucho cómo sean las leyes ni lo que digan. En el régimen español de partidos, la ley es un escudo detrás del que se parapetan ladrones, traidores, cobardes y demás delincuentes políticos. Utilizan la ley como refugio seguro, sabedores de que la letra de la ley no los alcanza, pues existen abundantes instrumentos jurídicos que los protegerán adecuadamente. Unos tienen el aforamiento como primera gran barrera de inmunidad. Es difícil conseguir llevarlos a juicio. Si al final se consigue, serán ya altos magistrados los que se encargarán de gestionar su puesta en libertad o de reducir al máximo su condena, si llegare. Muchos magistrados no se atreven a condenar a quienes los han aupado a ese puesto. Supongo que sentirían algo así como traición a sus benefactores. Otro tiene un artículo para él solo, que lo hace un dios en la tierra. El monarca tiene inmunidad total, es irresponsable penalmente. Con este artículo 56.3 de la Constitución Española la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley está quebrada antes de empezar la partida. Juegan con ases en la manga, con muchos ases.
Sin embargo, en otras ocasiones, la ley es una especie de lanza arrojadiza efectiva e implacable cuando se trata de aplicarla a todo aquel ciudadano que no es un cargo público, que no tiene poder político. Las leyes, ahora sí, funcionan, y funcionan relativamente bien. Cuando es la Administración la que sanciona a una persona, es rara la vez que esta puede librarse de la multa o de asuntos más graves como el embargo.
Cuando a un banco se le debe una cuota o una cantidad de dinero, hay instrumentos para conseguir cobrar esa deuda.
Cuando la madre de todas las leyes, la ley de leyes que llaman a la Constitución, es un código que ampara las desigualdades, que positiviza ideas abstractas (derecho a una vivienda digna, por ejemplo), que no separa los poderes del estado; que se saca de la manga el as de las nacionalidades para denominar así a regiones españolas que jamás fueron otra cosa. Cuando ocurre todo esto, no podemos esperar que las leyes de inferior categoría nos vayan a resolver nada.
El pueblo español no elige su poder legislativo. No hay unas elecciones separadas para elegir representante de distrito: un diputado que representaría a y solo a los paisanos que lo eligieron en votación de distrito único. Y como no hay un poder legislativo independiente que pueda enfrentarse y frenar al otro poder, el ejecutivo, nos encontramos con que las leyes son hechas, votadas y aprobadas por el omnipotente ejecutivo, que ni siquiera tiene que ordenar nada a sus representados (los diputados de partido) pues siempre, en un interesante 100%, votarán a favor de todo lo que el jefe de partido diga que hay que votar. En caso contrario, el diputado-representado será acusado de traidor o de vulnerar la disciplina de partido y será expulsado del mismo con la consiguiente merma de ingresos, prebendas, subvenciones y jubilaciones aseguradas por unos pocos años, calentando un asiento en el Congreso (cuando se dignan a acudir).
Repito, unos pocos tienen la ley como escudo protector y todos los demás, la nación, la sociedad civil que no forma parte de la clase política, sufren esa misma ley que la oligarquía usa contra ellos para esquilmarles, robarles, mentirles e incluso, en este caso sí, encarcelarlos.
Y ocurre todo esto porque tenemos leyes que no han nacido de la libertad política, sino que son obra de la tiranía de la dictadura de unos pocos, de los partidos políticos que son parte del estado y que manejan a su antojo leyes y reglamentos para perpetuarse en el poder, explotar a sus siervos y vivir como dioses, protegidos siempre por esas mismas leyes diseñadas para que nada cambie nunca.
La ley es solo un instrumento. Las leyes no son el problema que tiene hoy España. El problema es el sistema entero, que ha sido diseñado e impuesto para crear leyes que perpetúen el expolio y la desvergüenza por parte de una camarilla que considera a España su cortijo privado. Esto es así porque el poder no está controlado, ya que es uno solo, en vez de estar separado en dos, para que cada uno de ellos controle siempre al otro. Por lo tanto, seguirán creando leyes, otorgando derechos cuando lo consideren oportuno o eliminándolos si las circunstancias lo hacen aconsejable. Seguirán escudándose en la ley o arremetiendo contra ella. Mientras tanto, los jueces y magistrados, encargados de administrar justicia para todos igual, según esas mismas leyes, no son independientes (a los miembros de su máximo órgano, el CGPJ, los nombran los distintos jefes de partido para que el todopoderoso poder partitócrata reine también en los juzgados); tampoco son inamovibles (cada vez que surge un juez que quiere ser independiente y honesto se encuentran excusas para moverle del cargo).
El artículo 117.1 de la Constitución española afirma que son independientes e inamovibles. ¿Y? Esta misma Constitución asegura que todos los españoles tienen derecho al trabajo y hay seis millones de parados. También presume, en su artículo 14, de que todos somos iguales ante la ley; pero resulta que ese “todos” no abarca a “huno” que está fuera de la ley, pues no tiene responsabilidad penal ninguna; y tampoco abarca a “hotros” que tienen privilegios como el aforamiento y que, si por alguna extraña casualidad, son imputados, tienen el grandísimo privilegio de no entrar nunca en la cárcel, salvo escasísimas excepciones que suelen ser ajustes de cuentas entre bandidos.