PEDRO M. GONZÁLEZ
Ni los titulares del poder ni sus actuaciones pueden estar exentos de control, ya que si esto ocurriese nos precipitaríamos hacia el totalitarismo. Aunque el Derecho ponga límites al poder, los gobiernos, cualquiera que sea su ideología, tienden a removerlos. Partiendo de esta tendencia natural, la separación de poderes es elemento esencial de la Democracia y la independencia judicial su garantía y piedra de toque al erigirse la Justicia como árbitro de las conductas sociales.
La auctoritas declarativa de las Leyes que pertenece a la Nación tiene su correlato en la potestas judicial del ejercicio exclusivo de la facultad jurisdiccional, juzgando y haciendo cumplir lo juzgado, lo que configura a la Justicia como función estatal. Ese carácter arbitral de conductas la define como facultad neutra (presque nulle, según Montesquieu) y como titular monopolístico de la capacidad de dar y privar derechos genéricamente reconocidos.
Esa neutralidad de la Justicia exige que para su misión de concreción y privación de derechos, el juez, en el ejercicio de sus funciones, esté libre de influencias o intervenciones extrañas que provengan no solo del Gobierno o del Parlamento, sino también del electorado o cualquier otro grupo de presión.
La independencia judicial no se podrá alcanzar nunca si la Justicia depende del poder político en la elección de sus órganos de gobierno. Esa independencia funcional queda vacía de contenido si no existe una correlativa autonomía económica garantizada por vía constitucional con un presupuesto propio. Tampoco si la investigación penal se otorga a la policía administrativa dirigida por los titulares gubernamentales encargados de la represión delictual y seguridad interior, lo que de facto supone auspiciar la impunidad de la corrupción política.
La limitación de ese poder estatal en manos de la Jurisdicción queda garantizado por la identificación de la Sociedad Civil tanto con la lege data como con la lege ferenda, gracias a los mecanismos verdaderamente representativos de la República Constitucional para la producción normativa, sustituyendo al arbitrario y desfasado concepto de “orden público”, aún presente en el vigente ordenamiento jurídico.
Así la Ley, por fin manifestación de la voluntad ciudadana, junto con la elección del órgano de gobierno de la Justicia de forma mayoritaria por el amplio cuerpo electoral técnico de todos los operadores jurídicos, no solo jueces, canaliza los intereses contrapuestos intrínsecos al ejercicio del poder estatal y ordena su vida diaria, que queda higiénicamente delimitada por el ámbito de actuación, que le es propio, y ningún otro más, evitando a la vez tanto las perniciosas injerencias políticas como el juicio social paralelo y preconcebido, por muy repugnante que sea el ilícito juzgado.