“Construye casas de acogida para los enfermos, con personas que les cuiden y médicos que curen sus enfermedades y atiendan sus deseos en la medida en que esto no suponga un gasto excesivo para el Tesoro Público. Pues debes saber que la gente, cuando ya le has concedido lo que en justicia le corresponde y has satisfecho cumplidamente sus deseos, no quedan satisfechos ni sus espíritus se contentan, sino que aumentan sus demandas a sus gobernantes pretendiendo obtener más y ser mejor atendidos. Y ocurre a menudo que quien tiene que ocuparse de los asuntos de la gente acaba hastiado por la cantidad de demandas que le presentan, algo que le ocupa el pensamiento y la mente, y le provoca fastidio y malestar (…)[1].
Distinguía Santayana [2] entre la democracia formal, que no es más que la libertad, y la democracia material, que se refiere a la justicia social. Al hablar de esta última puso de relieve cómo era un sustituto demagógico oportunista para evitar, o no ver la evidencia, de que no había libertad y que las aspiraciones del pueblo no se colman con satisfacciones materiales, porque las satisfacciones materiales duran el día que se reciben, pero al poco tiempo, al cabo de un mes o un año, la nueva distribución de la riqueza el pueblo la siente como si fuera de toda la vida y ya quiere otras distintas.
Para Montesquieu [3]:”un país entra en desdicha con multitud de hospitales y monasterios que actúan de forma perpetua, contribuyendo a que todos estén en comodidad, menos los que se dedican a trabajar. Estos hospitales y monasterios debían ser pasajeros para no fomentar la holgazanería y la mendicidad. En este contexto, el fragmento seleccionado de la Muqaddima merece el mayor elogio por la censura al exceso del bienestar vinculado a las acciones de gobierno y a la inviabilidad económica y moral que implica el sistema que lo alimenta. Desde Ibn Jaldún hasta los actuales austro-liberales, gran parte de la pobreza que existe es la respuesta de las necesidades creadas por la política coercitiva de la democracia material, y su engendro: el estado de bienestar”. La recesión actual de la socialdemocracia occidental deja patente que ningún país es lo bastante opulento como para concederse un sistema del bienestar que sacie las reclamaciones que este mismo sistema reproduce y que, con solo instaurar, legitima. Una democracia social, que logre su fin, corre el peligro de habituar a todos sus súbditos en el «valor supremo de un sistema aún mayor, cuyo coste crece desproporcionadamente conforme se crea una demanda de grados superiores e insostenibles (…) que destruye la verosimilitud del sistema político que la promueve» [4]. Referido por el pensador Ivan Illich a la educación moderna, pero extensible a todos los sectores públicos de protección y servicios sociales que el Estado ampara y sus falsas Constituciones recogen.
Esto es así, porque la igualdad se equipara a la justicia en sus continuas demandas. Si bien el parado de hoy no tiene comparación en su situación económica con la que tenía el proletario del siglo XIX, ni con los obreros que describe Dickens, lo que le da el estado del bienestar se considera conquistado por el hecho de haber nacido y no hay conciencia de tener ninguna riqueza. Son derechos adquiridos y se tiene la misma conciencia de riqueza que cuando no se tenía ni médico, ni escuela. Así, la situación de injusticia es la misma. Injusticia comparativa, porque no hay injusticia que no sea comparativa con los demás, y esto es lo que recalcaba Santayana en el libro de la Vida de la razón. Que la situación de la igualdad no tiene solución nunca porque siempre es algo comparativo con otras clases.
A juicio de Antonio García-Trevijano [5], a la igualdad le ocurre lo mismo que al nacionalismo. Nunca se conformará con una reivindicación que obtenga satisfacción de parte del gobierno central. El nacionalismo siempre querrá algo nuevo, algo más, porque la finalidad del nacionalismo es la independencia. Solo que el nacionalismo no cree que esté siendo explotado por alguien igual, sino que cree que está siendo explotado por alguien inferior. Y es mentira que quieran ser iguales, todo nacionalista se cree superior y en Cataluña y el País Vasco anhelan gobernar porque se piensan superiores al resto de España. Ese racismo es el nacionalismo y se podrá expresar más claro:
Por mucho que se niegue, el estado de partidos socialdemócratas en España, Grecia y Portugal, de igual naturaleza que el nacionalismo de Arturo Mas en Cataluña, escandaliza por su engaño al pueblo, que no sabe nada, al igual que antes con los militares o los reyes. En la democracia social la corrupción es el motor de funcionamiento del Estado consentido por el pueblo para conseguir la paga, la subvención, la renta universal o de subsidio, que promete la política a cambio de la libertad. Estamos engañados por la socialdemocracia porque nos promete cosas imposibles, y el desastre inevitable del mañana está provocado por un discurso que frustra a los pueblos más aún de lo que están, exigiendo más democracia -social-, que garantice nuevos derechos supuestamente “decidibles” por el pueblo, incluyendo la independencia de las regiones.
Pero la búsqueda de cualquier ética o moralidad en el Estado es una presunción hegeliana implícita en la confusión entre democracia formal, como forma de gobierno, y democracia material, como «experiencia colectiva» por la que «el Estado paga a los ciudadanos para anestesiarlos». Y, a juicio de Hayek, «no debemos olvidar que la palabra [democracia] se refiere solamente a un método específico de gobierno. Originalmente significó nada más que un cierto procedimiento para llegar a decisiones políticas, y no dice nada acerca de cuáles deben ser las metas del gobierno» [6].
Desde la transición hasta hoy, la Historia habrá de responsabilizar a toda la clase política socialdemócrata y nacionalista que ha robado y hundido a España con la excusa del gasto social, el endeudamiento del Estado y la independencia de las regiones, y revelar que no teníamos democracia porque no había separación de poderes y porque los diputados no representaban al pueblo que los votó. Representan exclusivamente a los jefes de partido que los incluyen en las listas. Y si no nos representan y no hay separación de poderes, no hay democracia, hay corrupción. Y si hay corrupción, hay miseria y hundimiento de la nación. Alguien que no tenga este discurso, definitorio de democracia formal, no debe ser creído ni respetado, es un oportunista que quiere subirse al carro del poder y disfrutar de la vanidad de estar gobernando un país en la miseria a través de la mentira y la falsedad de la democracia material y sus medidas sociales como presunta materia constitucional.
La democracia material persigue la igualdad, una corrupción moral que traspasa a lo económico con una oligarquía de partidos que funciona de forma coactiva a través de los impuestos y acaba con la libertad. Si bien, la política no persigue nada más que la conquista del poder y su conservación, en esta confusión entre democracia formal, como reglas técnicas, que antepone la libertad, y democracia material, como justicia social o solidaridad [7], que antepone la igualdad, estatismos y nacionalismos se convierten en totalitarismos.
Referencias bibliográficas
[1] Ibn Jaldún, Introducción a la Historia Universal, Almuzara (2008), p. 550.
[2] Santayana, G., La vida de la razón o fases del progreso humano, Tecnos (2005).
[3] Montesquieu, El espíritu de las leyes, (1748, libro 23, capítulo XXIX).
[4] Illich, I., Deschooling Society (2002), Marion Boyars Publishers LTD.
[5] García-Trevijano, A., El discurso de la República, Temas de hoy (1994).
[6] Hayek, F.A., Derecho, legislación y libertad, III, 16 (1982) Unión Editorial.
[7] García-Trevijano, A., (2006, 21 de mayo): «Democracia formal y democracia material», en La República Constitucional.