Alberto tiene 18 años, lo que significa que ha pasado más de la mitad de su vida mediatizado por la crisis económica. Su generación, al contrario que su predecesora, los millennials, no percibe la certeza, todo es cuestionable, especialmente esas fórmulas mágicas que prometen la estabilidad en un mundo acelerado y en permanente cambio. Desde pequeño, Alberto aprendió, al igual que el griego Heráclito, que todo cambia, fluye, pero ahora a gran velocidad, sin que tenga que transcurrir una generación para que el mundo se dé la vuelta. Sabe que la crisis no fue un suceso temporal, pasajero, sino el entorno en el que deberá desenvolverse, un marco donde la prosperidad puede esfumarse al instante, escurrirse como el agua entre los dedos.
Por ello, Alberto piensa que es necesario esforzarse, aprovechar el tiempo, contraponerse a los que continúan flotando a la deriva, aferrados a viejos estereotipos, como náufragos abrazados a los restos del Titanic. Ahora se trata de nadar con fuerza para alcanzar la orilla. Porque el viejo mundo que conocieron sus padres, y especialmente sus abuelos, aparentemente ordenado, con un centro de gravedad permanente, desapareció y no volverá jamás, por mucho que los políticos prometan que es posible retroceder en el tiempo.
Alberto no gasta sus energías con polémicas porque ha visto a sus mayores discutir hasta la extenuación sin resultados. No confía demasiado en los gobernantes, ni en ninguna organización con pretensiones omniscientes, porque no cree que dispongan de la información y la inteligencia suficiente como para prever el futuro, menos aún –lleva años leyéndolo y escuchándolo en los medios de información– el altruismo para sacrificarse en beneficio de la comunidad. La suya es una generación independiente, crecida a la sombra de un nuevo mundo donde lo sólido se disolvió en un poderoso remolino que engulle al que se deja llevar por la corriente, pero ofrece nuevas oportunidades al que nada con energía.
El espíritu de frontera
Así contado, parecería que Alberto no cree en nada, pero es justo lo contrario. Tiene poderosas convicciones. Cree en sí mismo, un cambio sustancial respecto a sus predecesores, que eligieron diluirse en la colectividad sin comprender que el ideal de igualdad era un señuelo, un mecanismo en favor de grupos de intereses que desincentiva la iniciativa y la responsabilidad individual, precisamente los dos elementos que permiten prosperar a las personas y proyectar las sociedades hacia el futuro.
A pesar de su corta edad, ya ha vivido en el extranjero, ha conocido entornos donde uno es valorado por lo que es, por lo que hace, no por sus contactos o por la facción a la que se adscribe. Y ha decidido que, una vez finalizados sus estudios, marchará al extranjero si no encuentra en España oportunidades que compensen su esfuerzo. Su enfoque también es nuevo ahí porque dar ese salto no le causará trauma alguno; será una decisión natural, lógica, incluso gratificante. Si percibe que la mentalidad de esta sociedad, con sus barreras y tabúes, con su falsa y permanente confrontación entre rojos y azules, le impide desarrollar todo su potencial, no perderá el tiempo pataleando, no hará política; votará con los pies, tratará de encontrar su camino en otra parte. No está dispuesto a renunciar a sus legítimas aspiraciones por una visión del mundo que no comparte. Tampoco malgastará sus energías en defender estas nuevas ideas que pocos aceptan por culpa de un implante cerebral heredado. Mientras las fronteras sigan abiertas, las cruzará una y otra vez hasta encontrar su lugar.
La falsa confrontación
Alberto todavía no lo sabe, pero se encuentra en medio de una gran confrontación entre dos visiones opuestas para asumir este nuevo mundo que no es que esté llegando; es que ya está aquí aunque la mayoría no se dé por enterada. Pero la disyuntiva no consiste, tal como se ha venido contando a lo largo del siglo XX, en una contraposición entre izquierda y derecha, entre lo público y lo privado, entre el Estado y el Mercado. Ninguno de estos antagonismos tiene hoy día fundamento sólido, más allá de fanatismos, sectarismos, creencias, dogmas e… intereses. La izquierda y la derecha no poseen en el mundo moderno planteamientos tan dispares. Tampoco el Estado y el Mercado, lo público y lo privado, son excluyentes hoy en día; sino complementarios. La disyuntiva es más profunda, más compleja, más ligada a la actitud ante la vida.
Lo que se contrapone es una concepción paternalista y dirigista de la política frente a la libertad y la responsabilidad de cada persona. Un Estado intrusivo, que interfiere hasta en los más mínimos detalles de la vida privada, que impone innumerables trabas y restricciones, frente a un Estado posibilitador, que facilita la vida, que ofrece todas las ventajas y abre todos los espacios a la iniciativa privada. Un Estado clientelar que crea multitud de puestos para colocar a los partidarios frente a otro que provee servicios útiles a la sociedad, a las empresas. En definitiva, un sistema de acceso restringido, con trabas, privilegios y corrupción a mansalva, que pregona la igualdad, cuando en realidad la discriminación es su esencia, frente a un sistema de libre acceso, que garantiza la igualdad de oportunidades.
Los gobiernos occidentales aprovecharon el final de la Segunda Guerra Mundial y la reconstrucción para proyectar Estados poderosos, que poco a poco fueron inmiscuyéndose en el ámbito privado de los individuos, hasta que en los años 80 y 90 surgieron visiones discrepantes que, en determinados lugares, lograron revertir la situación, dando lugar a un nuevo enfoque. Así, algunos países se adaptaron al cambio de los tiempos, mostrando con nitidez que no se trataba de un conflicto izquierda-derecha o Estado-Mercado.
Las profundas reformas suecas en la década de 1990 son un ejemplo paradigmático. De un Estado de bienestar dirigista, paternalista, intrusivo, asfixiante y, sobre todo, insostenible, Suecia pasó a otro que primaba la responsabilidad individual, la libre elección del ciudadano, la orientación hacia la igualdad de oportunidades; en definitiva, los gobernantes suecos devolvieron a las personas numerosas competencias que tenían secuestradas. Hoy, Suecia sigue teniendo un sector público extenso e impuestos relativamente elevados, pero también un mercado competitivo y pujante, con pocas barreras. Lo que demuestra, al menos en gran parte, que el dilema no es más o menos Estado sino más o menos dirigismo, más o menos libertad y responsabilidad. Pero Suecia ya no es un caso aislado: otros países han seguido su estela recientemente, como Nueva Zelanda, que no sólo ha recuperado la prosperidad perdida durante la crisis sino que avanza a un ritmo increíble.
Aquí, por el contrario, los demagogos de mayor o menor gradación ocultan la realidad, tras la niebla de esas soluciones mágicas, que van desde el vacuo “sentido común”, hasta las expediciones a Ítaca, pasando por la vuelta a la comuna de París. Y es que, en España, los gobernantes se atribuyeron la facultad de cuidar, guiar y proteger al ciudadano, incluso de sí mismo. Fomentaronel infantilismo social, el miedo a la libertad, transformaron la sociedad en un organismo blando, dependiente, quejica pero muy poco crítico, propenso a despotricar, a gritar, pero no a usar el cerebro. Laminaron la responsabilidad individual para crear rebaños, facciones, no ciudadanos. Una masa manipulable en interés de gobernantes que se llenaron la boca de falsos derechos sin mencionar los correspondientes deberes.
Menos dogmas
Más allá de intereses corporativos, en nuestro país carece de fundamento la contraposición entre público y privado, por mucho que los fundamentalistas de uno y otro lado lo pregonen de forma estentórea. Gran parte de las empresas privadas funciona con criterios muy alejados de la eficiencia, pues su supervivencia depende más de las relaciones con el poder político, del intercambio de favores, que del buen servicio al consumidor. Las tremendas barreras impiden la libre competencia, evitan que las corporaciones ineficientes desaparezcan y sean reemplazadas por otras más capaces.
Por eso, al contrario que en otros países, la privatización de servicios públicos ineficientes raramente es la solución porque tal proceso se enmarca en un perverso esquema de intercambio de favores, donde las contratas y los servicios se asignan a los amigos en condiciones ventajosas. En definitiva, importa poco que sea público o privado porque ninguno de los dos suele funcionar correctamente. Es más, tampoco existe una nítida frontera que los separe porque ambos responden a similares intereses corporativos, refractarios a la competencia, dominados por la picaresca y alejados de los intereses de la sociedad.
Y lo que es peor todavía, en España va desapareciendo el pensamiento crítico, la reflexión, el razonamiento, la apertura al debate de ideas, la disposición a cambiar de criterio cuando los datos refutan las creencias. En su lugar prolifera el sectarismo ideológico, los dogmas. Los que atribuyen la culpa a la escuela, o a la universidad, tienen razón, pero solo en parte. El problema es mucho más complejo y profundo: nuestra organización socioeconómica desincentiva la excelencia académica y profesional pues elmérito y el esfuerzo no resultan suficientes para ascender en la escala social. Como régimen de acceso restringido, nuestro sistema prima menos el talento o la eficiencia que la pertenencia al grupo, los contactos, las relaciones personales. ¿Para qué esforzarse si la buena formación, el cultivo del pensamiento tienen poca utilidad en un mundo de amiguismo, enchufe y trapisonda? Mucho más rentable es conectarse a la red oportuna, afiliarse al partido apropiado, introducirse en la camarilla, adular al capo y, en las antípodas de la objetividad, descalificar sistemáticamente a la facción rival, tenga o no razón.
Y en ese bucle sigue España, gira y gira sin parar, ofuscando, aturdiendo a las mentes que cayeron en la trampa. Pero mucho menos a quienes vienen detrás de nosotros, a esos que se criaron en la constante incertidumbre. Para ellos, el futuro no está escrito en los dogmas, ni en los posos del té: puede y debe construirse cada día. Quizá por ello, y a pesar de la traición de sus mayores, que les han legado un país institucionalmente destartalado, se encuentran libres de resentimiento, no pierden el tiempo adjudicando culpas a unos o a otros. Viajan veloces, sin equipaje; en palabras de Steve Jobs, siempre hambrientos, siempre alocados… aunque estén mucho más cuerdos que el resto. En nuestra mano está retenerlos y aprovecharlos como merecen, porque son el futuro. Pero para lograrlo necesitamos más generosidad, intentar cambiar nuestra forma de pensar; ser más libres, desde luego, pero también más responsables.