GABRIEL ALBIAC.
La enseñanza moderna nace de una tesis enunciada por Condorcet en 1792: poner a la disposición de todos los ciudadanos una instrucción básica, y “no negar a ninguna porción de ciudadanos la instrucción más elevada, aquella que no es accesible a toda la masa de los individuos”. La selección, en suma, de los mejores.
El socialismo español optó por la hipótesis contraria. La igualación de todos y la supresión de cualquier promoción a través del estudio. El igualitarismo fue su consigna. Es lo que materializó la LOGSE. Frente al Condorcet que exigía conocimiento, el pedagogismo socialista, puso doctrina. Se trataba de construir ideología. Lo demás era secundario. El entusiasmo nacionalista ante tal hipótesis era previsible.
Y fue el fin. Fin de la enseñanza media, convertida en una guardería universal, carente de contenidos. El profesorado quedó sometido a una degradación implacable. Desprovistos de instrumentos disciplinarios (la disciplina era un residuo fascista), privados de programas académicos (la creatividad debía primar sobre el saber codificado), sin ni siquiera poder calificar a sus alumnos (las notas eran elitismo burgués), los profesores se convirtieron en los parias de la sociedad española. Maltratados y abandonados a su suerte.
La enseñanza no es un sucedáneo laico de la religión. Ni un instrumento de prometeicas salvaciones. Eso es retórica. Engañosa. Y oculta la cuestión grave: que no hay supervivencia posible sin el paso a través de un aprendizaje estricto. Que, de ser algo, la enseñanza es –y es sólo— el artilugio de compleja relojería que talla eso. Sin la adquisición de maestrías específicas, un ciudadano está muerto.
De todos los posibles modelos de enseñanza, la LOGSE impuso el más aniquilador. El que condena a muerte a la mayoría más desposeída. El aprobado automático (“promociona por imperativo legal”) era la fórmula. De acuerdo con tal dislate, todo español nacía con las disciplinas escolares aprobadas. Ni un profesor podía suspender a un alumno, ni mucho menos hacerle repetir curso. En su bárbara jerga: el alumno “promocionaba” por el hecho de existir.
La enseñanza secundaria completó su colapso. No se podía ya decir que fuera mala. No existía. Los Institutos se trocaron en parkings. La enseñanza laboral –que hubiera cubierto un amplio sector del mercado de trabajo– fue declarada “clasista”. Y la igualdad social se materializó en igualdad de destino para todos: paro. Se consumó la peor de las corrupciones: la del saber y la lengua. El mismo club de los penenes que redactaron antes una ley de Universidades sin otro objetivo que el de liberarse a sí mismos del tedioso trance de las oposiciones, dio la puntilla a la instrucción pública en España.
La enseñanza con la que se encontró el PP, a su llegada al Gobierno en 1996, era una catástrofe terminal. Había que entrar a saco en aquel caos. No se hizo. Hay que reconocerle el mérito a Esperanza Aguirre de haberlo intentado; pero, en aquella primera legislatura, el PP no disponía de mayoría absoluta y su proyecto fue rechazado por la alianza en favor de una España analfabeta y doctrinaria, sellada por PSOE y nacionalistas. Luego, con mayoría absoluta ya, los gobiernos de Aznar quisieron parchear lo que no tenía arreglo. La gran reforma que barriese las dos aberrantes leyes no se acometió; quizá por miedo a choques duros. Las medidas, así, de Pilar del Castillo fueron correctas, pero insuficientes. Y se retrasaron tanto que ni siquiera llegaron a entrar en pleno vigor. Y fueron barridas por el retorno de un PSOE más doctrinario e infantilista que nunca.
La ley Wert parte ahora de esa constancia. Atribulados por la ruina, puede que perdamos de vista que sobre el ministro recae la tarea más de fondo. Romper la infantilización socialista, esa triste ideología de pedagogos. Su punto de partida es la constatación de un cuádruple desastre: 1) Los pobres resultados en las evaluaciones PISA. 2) El abandono temprano de los estudios. 3) La inexistencia de una formación profesional abierta al mercado laboral. 4) El desprecio de la búsqueda de la excelencia. Frente a eso, propone la educación como oportunidad para abrir “las puertas a puestos de trabajo de alta cualificación”. Y enuncia su propuesta: “La educación es el motor que promueve la competitividad de la economía y el nivel de prosperidad de un país”. De la consecución de ese espíritu pende el destino de nuestros hijos.