MANUEL MUELA.
Por analogía con la expresión de los procedimientos judiciales de la Corona británica, la de más solera parlamentaria, la Corona española se dirige no contra un acusado, sino contra el juez Castro, que ha tenido la osadía de imputar a la hija del rey. Se ve que todavía hay clases, y entre las monarquías también: no es igual la monarquía parlamentaria inglesa que la monarquía española, restaurada por un dictador en las décadas finales del siglo XX. No está en mi ánimo hacer una exégesis de las diferentes monarquías a estas alturas del siglo XXI, eso queda para los politólogos monárquicos. Lo que me mueve en este asunto desdichado es comprobar cuán lejos estamos los españoles de ser hombres libres y de ejercer como tales en un sistema democrático que, como mínimo, sea homologable con el de otras repúblicas o monarquías de la Unión Europea. Desgraciadamente, los acontecimientos de estos días nos han desvelado la faz verdadera del régimen político español: una impostura democrática que reniega ser la monarquía parlamentaria que proclama su propia Constitución de 1978. Los que quieran seguir engañándose que lo hagan, pero que, por favor, no nos insulten ni pretenden hacernos tragar ruedas de molino con las presuntas bondades de un sistema cada vez más alejado de la democracia. A ésta la seguimos esperando y de ahí la importancia de recuperar el valor de la República como proyecto nacional, civilizador y democrático. La Monarquía de la Transición carece de valores para serlo.
La extralimitación regia y la impotencia del Gobierno
Cuando ha llegado el momento de comprobar el estado de salud del régimen parlamentario y del papel que juega en el mismo la Monarquía, todos hemos sido testigos de su precariedad: la famosa imputación ha puesto de perfil al Gobierno, ha descolocado a los partidos dinásticos, PP y PSOE, y ha movido a la Corona a romper su sedicente neutralidad, enfrentándose públicamente con el juez. Todos los del establishment quietos, puede que algunos consternados, ninguno se atreve públicamente a defender al juez; ni siquiera el órgano más obligado a hacerlo, el Consejo General del Poder Judicial. Sólo su presidente ha hecho, a título personal, una tibia apelación al respeto al trabajo del magistrado. Por su parte, el Gobierno no ha querido salir al paso de la extralimitación del jefe de Estado, como era su obligación constitucional. Al contrario, siguen con sus discusiones de galgos o podencos en relación con la transparencia de la Casa Real. Los circunloquios de la portavoz del Gobierno en su última rueda de prensa pusieron a prueba la paciencia de los periodistas y de los espectadores: que si no es una administración pública, que si se negocia en un ambiente de colaboración, que si patatín que si patatán, para no reconocer la abundancia de papel mojado y de impotencia que rodea al asunto.
En el conjunto de opiniones vertidas sobre el suceso, me parece destacable la del profesor Antonio Elorza, en su artículo La interferencia, cuando señala que la actuación del rey ha supuesto un punto de no retorno en la crisis desatada en torno a la imputación de la infanta. Por supuesto, se podrán hacer oídos sordos a este y a otros juicios análogos, lo que ya no se podrá hacer es negar el agravamiento de la crisis constitucional. El cartón piedra de las instituciones carcomidas se lo está llevando la riada ante los ojos atónitos de los celadores del poder. A la sorpresa le sucede la improvisación y parecen incapaces de hilvanar un discurso serio y fundado sobre el inmediato porvenir de España. Porque no creo que pueda entenderse que los devaneos sobre abdicaciones y sucesiones sean lo que demanda la superación de la crisis española. Es hora de que la nación se pronuncie libremente sobre proyectos serios y no sobre las andanzas de una familia.
El valor de la República para recuperar la plenitud democrática
Desde mi punto de vista, la situación del país y la angustia de millones de españoles exigen de todos aquellos que opinamos o hacemos propuestas un poco de reflexión y un mucho de templanza. Creo que están de más, aunque sean inevitables, el circo mediático y la telebasura, porque la empresa que nos aguarda es la de la reconstrucción del Estado español sobre las premisas de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Bellas y olvidadas palabras, unidas al valor de la República. Evidentemente no son talismanes, son simplemente las vigas maestras de lo que debería ser un proyecto democrático para España. Hablo de la conclusión nacional e integradora, después de un bicentenario de constitucionalismo con más sombras que luces. Los fracasos sucesivos de repúblicas y monarquías, y el actual es uno de ellos, deben estimular nuestra inteligencia para extraer lo mejor de cada tiempo, sin volver atrás. Por eso me parece que quienes estamos convencidos de que la plenitud democrática tiene su encaje natural en la República debemos esforzarnos por no caer en las trampas de la nostalgia o del sectarismo de tirios o troyanos. La República debe ser el patrimonio de todos los que comulgamos con los valores de la democracia.
El republicanismo español, liberal y democrático, debe presentarse a los españoles en este tiempo de angustia, no como una vuelta al pasado, sino como la opción civilizada de un futuro de esperanza sobre la que los ciudadanos tendrán que manifestarse. Los valedores del régimen actual, hundido por su corrupción e incompetencia, hacen mal en negar el debate sobre su fracaso, pero todavía es peor que pretendan cegar la posibilidad de salir a campo abierto para contrastar sus proyectos con todos aquellos que queremos que España sea un país respetado, libre y democrático, y no un subproducto bananero o descamisado.