MATÍAS DÍAZ PADRÓN.
En informal encuentro al comienzo del almuerzo en el círculo Josefina Lobo se cruzó la noticia aireada por la prensa después de la restauración de La Gioconda del museo del Prado. Fue mi culto y admirado amigo Enrique Aguinaga quien me “abordó” -como suele decirse- para entrar en la controvertida problemática. En efecto, la interrogación tenía sentido, pues La Gioconda no estaba oculta en los fondos del museo ni la calidad prometía el nivel anunciado. Le Figaro-Culture comentó con marcado desdén en artículo de Eric Bietry-Rivierre la desmedida noticia propagandista: “El anuncio con fanfarria de una “nueva Gioconda” ocupa grandes titulares pero no es del interés de los especialistas. Balance sobre esta réplica no obstante interesante ¿mucho ruido para nada? La intención es más espectacular que interesante. Esta copia precoz sobre nogal milanés y no sobre álamo florentino que pasaba en el siglo XIX por original y hoy día se pretende la más antigua ejecutada entre la centena de copias existentes era ya bien conocida” (3-2-2012). Ideal sería ver una y otra en el museo del Louvre, pero no fue así. Estuvo en el museo sin la esperada confrontación.
Las excelentes fotografías y radiografías de la exposición en el Louvre sirven para tomar conciencia de las diferencias de dibujo, técnica y calidad de una y otra con la precaución prevista en estas cosas. Partimos de la observación visual que permite ahondar en el universo de la pintura, con el auxilio de la historia, la iconografía, las técnicas aplicadas y tantos recursos auxiliares, técnicos y poéticos que sin duda contribuyen al mejor conocimiento de la pintura sin jugar a aprendiz de brujo.
Intento desnudar La Gioconda del Museo del Prado frente al original del Louvre. Renuncio a obsesiones filosóficas y psicológicas que, mas que aclarar, interfieren la naturaleza del retrato de la Gioconda. Desgraciadamente la floración imaginativa en boga distorsiona la naturaleza de la obra. No me resisto a trascribir el texto de Vasari que está más cerca en el tiempo del conocimiento de la obra de Leonardo. Escribe con ejemplar sencillez que ya quisieran muchos en este tiempo. Ejemplo de razonamiento que prueba lo poco que hemos avanzado en la crítica. Es admirable la belleza y la magia de unos colores y unos aglutinantes que transforman la materia en poesía trascendente. Al final todo está en la mente y unos dedos movidos por esta. Esto transmite La Gioconda del Louvre. Leonardo añadió voluntad y una pasión sin límites de tiempo. Veo que mucho añadido por psicólogos y espectadores rebasa la fantasía de los pintores. Me pregunto qué produciría en los artistas tanta ocurrencia. Dudo que Leonardo se reconociera a sí mismo. Pienso en su asombro de a tanto dislate a su persona, a sus sueños y a su imaginación. Mucha fantasía interpretativa viene del romanticismo, arrastrando a los contemporáneos entre sueños oníricos y abstracción. Los artistas del renacimiento no están lejos de los profesionales de distinto oficio de su tiempo. Así llegan sus pinturas a nosotros intactos sus materiales y con la emoción del alma.
No intento tratar las ocurrencias imaginativas de tantos críticos sofisticados que llegan a ver en la Mona Lisa un hombre. Demasiado conocidas como simples para entrar en juegos ocurrentes disfrazados de ciencias. Aconsejo lean a Vasari que conoce bien a Leonardo y su estilo. Nos habla de La Gioconda sin las patologías que inundan las mentes “profundas” de nuestro tiempo. Así trascribo literalmente el escrito:
“Hizo para Francesco del Giocondo el retrato de su mujer Mona Lisa y, a pesar de dedicarle los esfuerzos de cuatro años, lo dejo inacabado. Esta obra la tiene hoy el rey Francisco de Francia en Fontainebleau. Todo aquel que quisiera ver en qué medida puede el arte imitar a la naturaleza lo podía comprender en su cabeza, porque en ella se habían representado todos los detalles que se pueden pintar con sutileza. Los ojos tenían ese brillo y ese lustre que se puede ver en los reales, y a su alrededor había esos rosáceos lívidos y los pelos que no se pueden realizar sin una gran sutileza. En las cejas se apreciaba el modo en que los pelos surgen de la carne, más o menos abundantes y, girados según los poros de la carne, no podían ser más reales. La nariz, con todas esas aperturas rosáceas y tiernas, parecía de verdad. La boca, con toda la extensión de su hendidura unida por el rojo de la boca y la encarnación del rostro, no parecía color sino carne real. En la fuente de la garganta, si se miraba con atención, se veía latir el pulso: y en verdad se puede decir que fue pintada de una forma que hace estremecerse y atemoriza a cualquier artista valioso. Mona Lisa era muy hermosa; mientras la retrataba, tenia gente cantando o tocando, y bufones que la hacían estar alegre, para rehuir esa melancolía que se suele dar en la pintura de retratos. Tenía un gesto tan agradable, que resultaba, al verlo, algo más divino que humano, y se consideraba una obra maravillosa por no ser distinta la realidad”.
Aquí es obligada una llamada de atención que supongo haya sido advertida. Vasari no pudo ver el original pues cuando escribe la pintura estaba en el castillo de Clos-Lucé en Francia. Tomo juicios de preceptistas del momento, pero las cejas no existen en el original, sí en la copia del Museo del Prado. Es licencia del copista rompiendo con el servilismo. Toma iniciativa propia que se apunta en los bordes de la camisa del escote y mangas que trataremos posteriormente. Esto desvía la tan pretendida proximidad de discípulo y maestro.
Es bien conocida la trayectoria de La Gioconda encargada por Francesco del Giocondo a Leonardo, que no terminó y llevó consigo a Francia. No concluir las obras fue la desgracia del pintor y su público. El crítico de sí mismo es el crítico más despiadado. Pone la meta en la imaginación y esta supera la realidad. Fue ansia de perfección el impedimento de terminar Leonardo sus obras. Un deseo de perfección que ahoga su alma. El retrato de la Gioconda no terminó en manos de su cliente. No lo acabó y llevó consigo a Francia, invitado por Francisco I, aunque anciano y olvidado en su patria tuvo la merecida compensación del rey de Francia que le puso en la jaula de oro del catillo de Clos-Lucé.
Al llegar a este punto me pregunto si el supuesto alumno se pasó tantos años a su lado en una silla, “copiando milímetro a milímetro” el retrato en Milán y en el castillo de Clos-Lucé. En fin, la imaginación tampoco falta en los críticos.
Podríamos llenar cientos de citas sobre el enigma de la misteriosa sonrisa. No hay ningún misterio en la sonrisa en las artes plásticas. Tenemos cientos de korai del arcaico maduro del siglo IV a.C. en Grecia y en no menor presencia en el gótico del siglo XIII. Es un toque de alegría liberadora de la implacable rigidez del románico. Es la sonrisa que inunda las Vírgenes y el Niño con el triunfo de la ternura y nada más.
La Gioconda lo que aquí transmite es “la imagen de una mujer sana y esposa satisfecha con las manos unidas en el regazo que es signo de honestidad y maternidad”. Y la sonrisa es el ideal femenino de la época. Leonardo nos regala con igual generosidad y sentimiento en sus Vírgenes y Santas de antes y después del retrato de Elisa Gherardini. Es el atractivo moral lo que prima en la belleza física. Todo un toque a la psicología del humanismo. Leonardo se enamora de las cosas a partir del conocimiento directo y la simetría. Leonardo logra el éxito con la reflexión y un respeto sublime al oficio. Preocupación que le llevó a ir más allá de las posibilidades humanas y a la perdición de algunas obras.