PATRICIA SVERLO.
El período constituyente, de 1977 a 1979, fue glorioso para Adolfo Suárez. El rey estaba absolutamente deslumbrado: “¡Es un fenómeno!“, comentó un día en La Zarzuela, “mirad qué artículo segundo de la Constitución ha hecho para solucionar la grave cuestión de las autonomías y, al mismo tiempo, manteniendo la unidad de España’‘. Pero el encantamiento estaba a punto de empezar a deshacerse. Los problemas llegaron, sencillamente, porque Suárez se había quemado. Su tarea había terminado y lo cierto es que al rey Juan Carlos nunca le preocupó demasiado tener que echar, de golpe, a quien le había servido bien, tan pronto como hubiera acabado su misión. Lo mismo que ya había sucedido con Torcuato Fernández Miranda pasaba ahora con Suárez y después con Sabino Fernández Campo, el sustituto en el corazón del monarca. El general Fernández Campo acababa de entrar en La Zarzuela para ocupar el sitio que había dejado vacante Alfonso Armada y rápidamente se convirtió en mucho más que un secretario: en un consejero que el mismo rey acabó nombrando “jefe”. El PSOE, que tanta carne había puesto en el asador de la Transición, quería cobrar accediendo a la presidencia. Lo intentó en las primeras elecciones generales tras la Constitución, las de 1979. Pero era demasiado pronto. No conseguiría vencer a la UCD de Suárez, muy de mal grado, mientras esta formación continuara contando con todo el apoyo de la banca y de la Casa Real. Y en aquel momento todavía tenía a los dos de su lado. Se la ayudaba en todo, incluso haciendo coincidir la investidura de Suárez, el 30 de marzo, con la campaña de las elecciones municipales, previstas para el 3 de abril de 1979, para que la UCD se pudiera beneficiar de la atención que habían prestado al presidente los medios de comunicación. En el siguiente congreso del PSOE, al cabo de unos meses, en mayo, Felipe González decidió, por una inspiración cuyo origen es deducible, que el partido dejaría de ser marxista. Se tenía que ganar la confianza de la banca como fuera, y si lo que querían los banqueros y los yanquis era esto, pues se tenía que hacer.
No querían más cartas del monarca en las que hablara de la amenaza marxista como argumento para apoyar a Suárez. “Hay que ser socialista, antes que marxista“, dijo Felipe al congreso, con una frase que recordaba los trabalenguas de la Transición: la reforma sin reformar lo que era inmutable, que, sin embargo, no era irreformable. Dejó desconcertado a su partido, que le tomó por loco y se negó a acatarlo. Pero González estaba dispuesto a ir hasta el final. Presentó la dimisión, una dimisión táctica para ejercer presión. Y en septiembre volvió, cosa que consolidó su autoridad personal. Quedaba convencer a la banca de que lo decía en serio.
Aparte del PSOE, AP también deseaba desligarse de la UCD, que le había quitado el sitio que le correspondía. Fraga, convertido en “demócrata de toda la vida”, creía que lo natural sería que los partidos mayoritarios fueran el suyo y el de los socialistas, un bipartidismo perfecto. Y los mismos varones de la UCD se sumaron a la campaña de demolición de Suárez, acercándose unos a AP y otros al PSOE. Joaquín Garrigues Walker, Francisco Fernández Ordóñez y Landelino Lavilla conspiraron con ellos para apoyar una moción de censura contra el presidente, presentada por el PSOE en mayo de 1980, que no prosperó. Otro factor que es necesario tener en cuenta era el “malestar” de las Fuerzas Armadas. Suárez, impulsado por el mismo monarca a imprimir ritmo a las reformas, aunque asumiendo él toda la responsabilidad, se había convertido en el enemigo número uno del Ejército. Era como el juego del policía bueno y el policía malo. Primero Suárez actuaba de malo y, después, los militares pasaban por La Zarzuela a quejarse al rey, que era el bueno. El 28 de noviembre de 1979 Milans del Bosch fue recibido en audiencia privada y, poco después, también acudiría al palacio una amplia representación de la División Acorazada, presidida por el general Torres Rojas. Lo que les más les enojaba era la política de depuración del Gobierno, que había enviado a destinos alejados de los centros de poder a los más adeptos al antiguo Régimen, para poner a mandos nuevos e ir lavando la cara de las Fuerzas Armadas. Y, desde luego, el tema de las autonomías, con aquel famoso “café para todos”, que veían como una desmembración de facto de la sagrada unidad de la patria. Con todos estos factores de por medio, las relaciones del monarca con Adolfo Suárez comenzaron a ponerse tensas hasta llegar a un punto sin retorno.
Juan Carlos escuchaba a Felipe, Fraga, Armada, Milans… en su papel de “árbitro” de España, para intermediar entre ellos y el presidente. Y acabó con un impulso que le dieron desde el exterior (como en prácticamente todas sus decisiones políticas importantes), que inclinó la balanza a favor de los primeros. Juntos comenzaron a elucubrar posibles soluciones al problema, a hacer planes que acabaron cristalizando el 23 de febrero de 1981. Suárez solía decir en privado: “El rey a mí no me borbonea“. Y prefirió presentar él mismo la dimisión cuando lo creyó oportuno, para que Juan Carlos no tuviera la oportunidad de utilizarlo cuando más le conviniera. Pero todo esto no se podría entender fuera del contexto de la preparación del golpe del 23-F. Sólo hace falta decir, por el momento, que su salida de la Moncloa fue dura, aparte de los 200 millones de pesetas que le dio el Estado, a propuesta del mismo Juan Carlos, para paliar su delicada situación económica.
Cuando Suárez presentó su dimisión, en algún momento de la conversación que mantuvieron, de la cual se desconocen bastantes detalles, el rey le prometió además un ducado. Después, lo consideró excesivo y quiso volverse atrás, pero Suárez insistió y evitó que pudiera retirar la oferta. A diferencia de otros (como Arias Navarro o, posteriormente, Sabino Fernández Campo), lo utilizó profusamente, e incluso se hizo bordar en las camisas una corona ducal. Suárez también quería el Toisón, que pensaba que se merecía por lo menos tanto como Torcuato Fernández Miranda, pero no se lo dieron. Quizás para humillarlo, Juan Carlos le otorgó, en cambio, el penoso José María Pemán (el 20 de mayo de 1981), por los servicios prestados y la lealtad a la institución monárquica. Suárez desapareció del mapa político, pese a los vanos intentos por volver a la cumbre con un partido nuevo, el Centro Democrático y Social (CDS), que hoy en día lidera otro fracasado con respecto a las relaciones con el monarca, Mario Conde. Pero Suárez, desde 1981 hasta ahora, ha seguido cumpliendo un papel de mediador, de hombre con influencia en las altas esferas, gracias al poder que dan años de secretos compartidos. Cuando se fue, el rey le escribió una carta de despedida: “Para Adolfo, Amparo y sus hijos, y para la Historia…“, en la que se justificaba por el hecho de haberlo abandonado. Unos años más tarde, cuando Suárez negociaba con una editorial la publicación de sus memorias, el rey le telefoneó: “¡A ver lo que vas a escribir!” No se volvió a hablar de las memorias nunca más. Al parecer, Suárez tiene todos sus documentos microfilmados y depositados en la caja fuerte de un banco suizo.