PATRICIA SVERLO.
En abril de 1975, la revista Cambio 16 publicó una entrevista con el sobrino del dictador, con su foto en la portada, en la que se declaraba “demócrata”. Entre otros cosas, decía que era “urgente dar voz legal y el voto correspondiente a la izquierda”. Y añadía: “No tiene por qué haber presos políticos. Es absurdo seguir pensando en la existencia de delitos de opinión”. Y todo esto, sin que se produjera ningún escándalo, después de que el entrevistado leyera las galerades enviadas por la revista y lo comentara con Franco.
Con Santiago Carrillo ya había habido algunos intentos de contacto previos, antes de Nicolás Franco. En una rocambolesca operación, Juan Carlos había enviado a su amigo Manuel Prado y Colón de Carvajal a Rumanía para solicitar la mediación del presidente Ceaucescu, a quien el príncipe había conocido en las fiestas conmemorativas del Sha de Irán, en Persépolis. Cuando acababa de poner los pies en Bucarest, a pesar de la carta de presentación que traía, Prado no pudo evitar que lo encerraran durante dos días. Después de aclarar su situación, fue recibido por Ceaucescu, pero la enrevesada gestión sirvió más bien de poco. El presidente rumano intentó organizar una entrevista entre Carrillo y el general Díaz Alegría, que al final no se pudo llevar a cabo y, además, le costó el puesto al entonces jefe del Alto Estado Mayor del Ejército.
La aproximación del sobrino de Franco en verano de 1974 salió mucho mejor. Viajó personalmente a París para reunirse con el líder del PCE, y comieron juntos en el Vert Galan con el visto bueno del Régimen. El PCE era el partido más importante de la oposición y se pensaba que legalizarlo evitaría que el PSOE aglutinara a toda la izquierda. El representante del príncipe sacó una “impresión positiva y constructiva de la reunión”. De hecho, Carrillo comprometió al PCE a no mover ni un dedo hasta que Juan Carlos fuese coronado rey, y a reconocer a la monarquía a cambio de legalizar el partido. No se podía pedir más.
Al cabo de poco tiempo, Nicolás se entrevistó con Felipe González en Madrid en una cena en casa de José Armero, en Pozuelo. De esta entrevista salió todavía más contento. El Partido Socialista giraba hacia el electorado socialdemócrata, para lo cual asumía que habría de abandonar una serie de dogmatismos inflexibles. Todo iba saliendo tan bien, de acuerdo con las directrices marcadas desde la Tritateral y los Estados Unidos, que prácticamente parecía que hubiera telepatía. Un colaborador del presidente Ford, después de entrevistarse en Madrid el mayo de 1975 con Juan Carlos, declaraba a Le Monde: “La transición gubernamental en España se efectuará en el transcurso de los próximos cinco años”. En septiembre, Felipe González decía al diario sueco Dagem Nyheten: “Espero la instauración de la democracia en España de aquí a cinco años”.
Eso sí, hasta 1976 –para algunos detalles como el tema de la OTAN, todavía más tiempo-, tanto Carrillo como González postularon en público exigencias que entraban en contradicción con los compromisos que ya habían adquirido en nombre de sus partidos, todavía secretos incluso para su propia militancia de base. Que continuaran hablando de la formación de un gobierno provisional, la amnistía, las libertades, el referéndum sobre monarquía o república, sólo era una cuestión de imagen, puro teatro para las masas.