ARMANDO MERINO.
Dentro de los ambientes aristocráticos y tradicionalistas, la irrupción del compositor Jean-Philippe Rameau en la escena musical francesa, en las primeras décadas del siglo XVIII, levantó una oleada de hostil desconfianza. Su música fue considerada “bárbara y barroca”, “un ruido horrible, un estrépito tal, que deja aturdida a la gente” (La Borde); en definitiva, una música llena de disonancias e inútiles artificios.
El género musical de moda en los círculos más selectos de París era, sin duda, la ópera. En este campo el primero en abrir la senda hacia la concepción de una auténtica “ópera francesa” fue el también compositor Jean-baptiste Lully (1632-1687), quien dominó la escena musical parisina y cuya música supuso una fuerte influencia para Rameau (como para todos los compositores de la época). Siguiendo el camino su antecesor, sin embargo, su música impactó enormemente en el público gracias a al uso de nuevas armonías, concepciones melódicas y formales que provocaron la ira de las plumas de los críticos de la época. Rameau no fue, efectivamente, un revolucionario como músico en general y compositor en particular, sin embargo, su trabajo teórico y sus investigaciones sobre el fenómeno musical revistieron una transcendencia que el compositor jamás hubiera podido imaginar.
El músico francés no poseía una profunda cultura filosófica y literaria de la que pudieran emanar ricas fuentes de inspiración, por este motivo, se enfrentó a la creación musical desde otro punto de vista: el físico-matemático. Tras la estela de Pitágoras, Zarlino, Mersenne, Euler y Descartes, Rameau devolvió a la música al ámbito de la Razón, del estudio y del intelecto, rompiendo la rígida barrera que los filósofos de la época habían levantado entre el arte y la razón, entre el sentimiento y la verdad. “Mi objetivo es restituir a la razón los derechos que perdió dentro del campo de la música”-afirma Rameau-. Para el músico francés si la música nos deleita es precisamente porque expresa, a través de la armonía, el divino orden universal, la naturaleza en sí misma, entendiendo como naturaleza un sistema de puras leyes matemáticas. Debido a su austera e inflexible concepción de la naturaleza, Rameau no congenia con la estética de su tiempo, lo hace, más bien, con el mecanismo característico de la concepción newtoniana del mundo: no hay contraposición alguna entre razón y sentimiento, entre intelecto y sensibilidad, entre naturaleza y ley matemática; sino que lo que hay, de hecho- y, sobre todo, de derecho-, es una concordancia perfecta: los citados elementos deben, pues, cooperar armónicamente los unos con los otros. No basta con sentir la música, sino que también es necesario que ésta sea inteligible, objetivo que deben alcanzar las leyes eternas que rigen su construcción; aun así, la razón poseerá autoridad sobre el sentimiento solamente en la medida que no se contradiga con la experiencia ni con el oído.
Esta innovadora concepción del fenómeno musical y del arte que Rameau plasmó en numerosos escritos y especialmente en su Tratado de armonía no fue comprendida por sus contemporáneos. El compositor francés fue acusado de prepotencia intelectual y de querer convertir la música en una ciencia. Sin embargo, Rameau fue el único en su tiempo que supo vislumbrar el enorme poder expresivo de la música per se sin necesidad de recurrir a la literatura ni a referencias externas; fue el primero en reivindicar la autonomía de la música frente a los restantes lenguajes artísticos. Con esta reivindicación de la música como forma de expresión autónoma, Rameau abrió la senda para el desarrollo en todas sus consecuencias de la música instrumental o- como la denominarían más tarde los románticos- pura.
Aun cuando partícipe de la mentalidad iluminista, Rameau aparece como una figura aislada en todo el siglo XVIII. Después del éxito en su juventud, se encontró en la vejez absolutamente aislado. Después de que rechazara el encargo de ampliar las voces musicales de la Enciclopedia, comienza, en 1754, a disentir de los enciclopedistas, sobre todo de Rousseau y de D’alembert.
Su trabajo teórico más que su música se convirtió en un punto de referencia esencial para todo el pensamiento romántico, pues anunció con casi un siglo de antelación, la concepción romántica de la música como lenguaje privilegiado, expresión no sólo de las emociones y sentimientos, sino incluso de la divina y racional unidad cósmica.