MANUEL GARCÍA VIÑÓ.

El ingreso de un pseudoescritor pseudointelectual, como Javier Marías, en la Real Academia Española de la Lengua, constituye la gran infamia que culmina la serie de ellas que ha venido cometiendo, durante los últimos años, el Sr. director –morganático- de la misma, Víctor García de la Concha. Aquella prestigiosa institución que velaba por la pureza de nuestro idioma y en la que sus miembros, la mayoría de ellos especialistas en Filología y Lingüística, apenas cobraban unos simbólicos céntimos, se ha convertido, bajo su dirección, en un club social y en una editora comercial, donde los académicos cobran suculentas pagas y donde abundan los escritores hoy llamados mediáticos. La pena es que, para ser del todo justo, tenga uno que reconocer que la cuesta abajo de la RAE se inició en tiempos de su predecesor, Fernando Lázaro Carreter, que ese sí era un competente filólogo.

Para una total intelección de la conducta de unos y de otros, no hay más remedio que aludir a la influencia nefasta que ha tenido sobre la Academia, como sobre casas editoras, revistas literarias, suplementos culturales de los periódicos y programas literarios de las televisiones, el imperio industrial-cultural que fundara Jesús Polanco.

Para el desarrollo de las empresas editoriales, concebidas como piezas del engranaje de una industria que persigue, como todas las industrias, ganar dinero, y dotar a los productores de libros –novelistas, los llaman ellos- de brillo mediático mediante la publicidad, la consecución de nombramientos como el de académico o de alguno de los llamado premios literarios, que en realidad son operaciones de marketing, resultaba fundamental.

Hemos de recordar que, uno tras otros, han entrado en la “docta casa” escritores mediocres -pero de PRISA- como Antonio Muñoz Molina, Arturo Pérez Reverte, Álvaro Pombo, Luis Mateo Díez y el más incompetente de todos, junto a Javier Marías, Juan Luis Cebrián, absolutamente incapacitado para juntar dos letras. Para colarlo se llegó a dejar en la cuneta al extraordinario fonólogo-lingüista Antonio Quilis, y se marginó a Castillo Puche, uno de los dos o tres mejores novelistas españoles de la segunda mitad del siglo XX.

Se comenta que ya esperan turno otros prisanos como Eduardo Mendoza, Manuel Vicent, Juan José Millás, Almudena Grandes, Rosa Montero, etc., que tirarán de otros más hasta que -como en la preciosa novela de Chesterton, El hombre que fue jueves, ocurre con los gansters- toda la cúpula de las letras españolas esté constituida por analfabetos. El último en entrar es Javier Marías.

No es que sea un mal escritor, Javier Marías, sencillamente, no es escritor. Al decir esto, ya se ve que le niego todo. Pero me interesa subrayar que, muy especialmente, no es novelista, por mucho que se haya atrevido, en su discurso de ingreso en la degradada Academia, a divagar sobre la novela. Aunque su lenguaje fuese correcto, seguiría estando totalmente negado para la composición novelística. Los críticos del Círculo de Fuencarral, que trabajan en el Centro de Documentación de la Novela Española, editor de La Fiera Literaria y de los Cuadernos de Crítica, han publicado seis de estos últimos sobre otras tantas “novelas” del nuevo inmortal, más un ensayo titulado “Javier Marías, una estafa editorial”.

En esa investigación se ha mostrado y demostrado que el desde ahora encargado de vigilar el buen uso de la lengua en que escribieron Miguel de Cervantes, Francisco de Quevedo, Fray Luis de León, Baltasar Gracián, Gustavo Adolfo Bécquer, Leopoldo Alas, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, etc., ignora casi todo lo que es decisivo para procurar claridad, precisión y belleza expresiva a un idioma tan rico como el español.

Desconoce, por ejemplo, el significado de cientos de palabras, sí, digo cientos; no sabe puntuar; destroza continuamente la sintaxis; confunde la función del adjetivo y la del adverbio; carece en absoluto de elegancia y estilo; se muestra torpe al expresar lo que pretende expresar; cultiva una zafiedad intelectual ofensiva para la inteligencia del lector; utiliza un lenguaje que se podrá calificar muchas veces de administrativo. Su dicción, cuando no es desastrosa, se vulgariza con frases hechas, lugares comunes, tópicos y valores entendidos, o se hace chabacana. Entramos así en el ámbito del contenido, donde su profundidad y sentido de lo poético, son nulos.

Ninguno de los textos de Marías está impregnado de literariedad, aparte de que ignora por completo lo que es un argumento y una trama. La novela, como decía Andrés Bosch, es vida posible fingida, enriquecida en los escritores de verdad, añado, por una concepción del mundo y una teoría estético-literaria.

Alguna vez he llamado la atención, sin negar por supuesto la legitimidad del relato en primera persona, sobre el hecho de que Marías los ha escrito todos así, ni más ni menos que por su incapacidad para levantar un segundo mundo, objetivamente descrito, como es “obligación” del novelista. No hablemos ya, en el caso de sus presuntas novelas, de organización de la materia, de tiempo, espacio, alusiones, elusiones, estructura, punto de vista, perspectivismo, valores estéticos, extrañamiento, forma de presentación de la realidad, etc., que son conceptos cuya consistencia sin duda desprecia por pura ignorancia.

Tampoco sabe diseñar personajes, porque, aunque sus libros están repletos de nombres, no son más que eso, nombres. Diseñar un personaje requiere una labor descriptiva mucho más compleja que la de nombrar, y la aplicación de otra ciencia, como es la psicología. Desde la primera página de sus pseudonovelas, constituidas por un conjunto de digresiones sin el menor interés, en las que resalta el desmedido culto a sí mismo, resalta la torpeza expresiva, el chirriar de la impotencia en que naufraga continuamente, su pobreza de ideas, su abrumadora reiteración de unas pocas superficialidades, su siempre inoportuna pedantería. Por supuesto, Marías, carece de sentido del humor y de ésas “ocurrencias” -formas de descripción, definición o adjetivación insólitas- que caracterizan al escritor de raza. No tiene capacidad de extrañar y de crear valores estéticos, es decir, de hacer literatura.

Cuando ingresó Cebrián en la corrupta institución, publicó Gabriel Albiac un demoledor artículo en El Mundo, que sentenciaba así: “Cebrián en la Academia, España en la mentira” Y en la mentira seguimos. La información del matutino de referencia sobre el ingreso de Marías, revela que se trata de una merienda de blancos. Lo cual da razón a Valle Inclán cuando dijo que España es una deformación grotesca de la cultura europea. Siguen existiendo Pirineos.

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