GABRIEL ALBIAC.

No aprende a leer el animal que habla. Habla el que sabe leer. El que no, repite: no es lo mismo. Desentrañar las letras, hacer del signo gráfico la clave instrumental que trueca los ruidos humanos en signo codificado de algo, es una determinación primera de la mente humana. Y si esos dos aspectos de lo mismo, escritura y palabra, no acontecen al unísono, jamás la palabra será otra cosa que dictado misterioso del «Otro» que sabe: aquel que es amo de la lengua. Y el animal hablante repetirá lo que le es impuesto en vocablos cuyo algoritmo ignora: lo convenido. Será, así, bestia de repetición. Quien no transcribe en signo escrito -en su álgebra implacable- lo que su oído percibe, es impotente para diseccionarlo. Llegará a la edad adulta sabiendo algunas cosas: creyendo que las sabe. No leerá: no, al menos, con igual automatismo al de su habla. Y no saber leer es ser resignado autómata del sentido y servidumbre que otro impone.

Y eso es irreparable. Cualquier docente en la Universidades españolas lo sabe; sus alumnos no aprendieron a leer cuando debían: al mismo tiempo que a hablar. El imperio letal de los pedagogos en la instrucción pública española ha impuesto esto: una sociedad infantil; esto es, idiota. Pedagogo era, en griego, el esclavo que paseaba a los niños. Transubstanciado en docente, produce esto: la jerga de una escuela «no para aprender, sino para ser feliz». Y necio. Meter la mano en la felicidad ajena es fundamento de totalitarismo. Y un maestro que, en vez de enseñar, se ocupe del goce de sus discípulos, es un enfermo; o un «profesor de enseñanza general básica», humillante nombre de lo que un día fue la noble -y disciplinaria- condición de «maestro». Entre «maestro» y eso hay la misma relación que entre Dios y un monaguillo.

Es un ejemplo límite. Pero la enseñanza en España ha degenerado en esto: pedagogía. Nada hay peor. Las hipótesis de la ley de enseñanza de Wert parecen justas. Y muy clásicas: retornar a los filtros de selección que permiten a una sociedad libre jerarquizar sus estructuras laborales en concordancia con las aptitudes de sus ciudadanos. En el final del siglo XVIII, se llamaba a eso «revolución». Porque el modo de acabar sin retorno con el antiguo régimen era consolidar este sencillo principio por el cual Condorcet diera la vida: «no negar a ninguna porción de los ciudadanos la instrucción pública que es imposible hacer compartir por la masa entera». Y limitar la tarea del Estado a la instrucción, «dejando a cargo de las familias el resto de la educación», si no se quiere restablecer el «yugo» de un despotismo anímico insufrible. Un maestro enseña a los seleccionados por el implacable filtro de los conocimientos. Y se abstiene de cualquier otra cosa. Afectiva, sobre todo. Enseña a leer; no a ser feliz, muchas gracias. Seamos sensatos. Las cosas entrarán en su cauce cuando deje de existir un Ministerio de Educación, para que haya uno de «instrucción pública». Y ese día, podremos abordar las cosas de verdad serias.

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