El presidencialismo es la única manera que tiene la sociedad civil de poder constituirse en poder ejecutivo, eliminando la situación actual donde el gobierno es elegido por los diputados, es decir, por la clase política. El sistema presidencialista debe basarse en la igualdad representativa del poder ejecutivo del Gobierno y del poder de control de la Asamblea.
Este principio queda asegurado con tres normas constitucionales[1]:
- El Presidente del Gobierno y los Diputados de la Asamblea deben ser elegidos por sufragio directo y secreto por todos los ciudadanos mayores de edad en elecciones separadas.
- El Presidente podrá disolver libremente la Cámara y convocar elecciones de diputados, mediante su propia dimisión y la convocatoria simultánea de elecciones presidenciales.
- La Asamblea podrá destituir libremente al presidente del gobierno, siempre que lo acuerde la mayoría absoluta de los Diputados y que se auto disuelva, para que se celebren elecciones presidenciales y generales.
Con estas normas constitucionales es siempre el ciudadano el que dirime los conflictos graves que surjan entre el poder ejecutivo y el poder legislativo.
Dadas estas sencillas y fácilmente comprensibles normas su ejecución encontrará la oposición de aquellos que al amparo del engranaje institucional actual han adquirido un desproporcionado y preponderante poder en el sistema respecto a su verdadera representación ciudadana, con la lógica resistencia a perderlo, y también la de aquellos que adquirieron igualmente una cómoda posición en el régimen fruto del pactismo entre los que ya la ocupaban en la dictadura y los que querían alcanzarla como premio a su oposición a la misma y que cristaliza con el texto de 1.978. Frente a ello solo se puede hacer una cosa, destapar la “gran mentira”, que no es otra que decir que en España hay democracia.
Para esto, debemos hacer ver que vivir en democracia no consiste únicamente en elegir entre la oferta electoral de unos pocos partidos convertidos en auténticos órganos administrativos del estado, sino llegar a la representación ciudadana en la vida política de forma efectiva que garantice el control de clase política y su responsabilidad, convirtiendo la sociedad cívica en sociedad política, que existan jueces realmente independientes no solo formalmente sino en cuanto a su propia autonomía funcional y la de sus medios de actuación y sin ligazón a criterios políticos en su designación que determinen sus decisiones, así como gobernantes que respondan ante las mismas leyes que las de aquellos que les eligen.
Es labor de todos nosotros cristalizar una propuesta democrática republicana seria, respetable, y con credibilidad intelectual, que mire hacia el futuro de forma decidida en la labor de entregar a la ciudadanía la libertad política de la que es acreedora, una república de todos y para todos los españoles, proponiendo serena pero firmemente las soluciones precisas.
Afrontemos pues decididamente esta tarea que a todos nos compete.
[1] Estos principios constitucionales están tomados literalmente de la obra de Antonio García-Trevijano, “La Alternativa Democrática”.