Ha terminado la campaña electoral en el estado de los poderes inseparados. La paz del cementerio volverá a reinar tras la matemática del pacto postelectoral y con ella, el engranaje de la Justicia partidocrática comenzará a girar de nuevo, ejecutando eficazmente su labor. El Tribunal de lo Político, que es el falsamente denominado Constitucional, retomará sus actividades, paralizado hasta que el panorama político esté despejado con un nuevo ganador al que obedecer.
La cobardía de quien espera un resultado electoral para decidir el sentido de un fallo judicial, aplicando supuestamente criterios jurídicos, evidencia la falsedad del régimen que lo sustenta. Bajo la excusa de no influenciar en los resultados electorales se retrasa, sin disimulo, la solución a un problema que hipócritamente se disfraza como de carácter jurídico.
Asumir como cierta tal aberración equivale a reconocer la prevalencia de los tiempos políticos sobre el deber estatal de juzgar y hacer cumplir lo juzgado.
La Razón de Estado tiene que esperar al momento procesal oportuno en el que se conozca el ganador de la contienda partidista. Justo al contrario que en asuntos como el de “Los Albertos”, que afectaban al núcleo duro del régimen, donde la premura en dar una solución, al entuerto de unos hijos predilectos del sistema, era inaplazable por las nefastas consecuencias institucionales que conllevaría su ingreso en prisión.
La ecuanimidad y la valentía institucional solo pueden garantizarse con la separación de poderes y la independencia de la Justicia. No puede esperarse actuación judicial independiente solo sometida a Derecho cuando su gobierno no lo es ni orgánica, ni funcional ni económicamente.
En el estado de poderes inseparados el reino de la deslealtad solo puede dirigirse por criterios de simple oportunidad partidista.