Todo hombre ha experimentado mientras dormía la sensación de flotar en el espacio. Acaso la inefable sensación de libertad que experimenta dormido sea la causa de que despierto todo hombre haya soñado con volar.
Ovidio fijó en verso el mito de Ícaro en el libro VII de las Metamorfosis. Dédalo construyó unas alas como de pájaro, fijando las plumas con cera. Acopló este ingenio a su hijo Ícaro, que pudo así conquistar el aire y desde él, la libertad de la que ambos se hallaban privados por el rey Minos.
Dédalo advirtió a su hijo que si volaba bajo, las olas podían mojar las plumas y se precipitaría al mar. Si volaba muy alto, el calor del sol derretiría la cera y caería desde muy alto.
Ícaro voló y se emocionó ante la visión que ofrecía la altura. Ovidio describe que contempló un hombre pescando, un pastor y sus ovejas ramoneando y un labriego apoyado en la esteva del arado removiendo la tierra. Subió más y más alto, como cualquier necio que descubre un mundo bajo sus pies. La cera se derritió, las plumas se dispersaron e Ícaro se precipitó en el mar. Pieter Brueghel, El Viejo, inmortalizó esta caída en 1554. Cuesta trabajo encontrar a Ícaro en la pintura (abajo a la derecha del cuadro) porque el mundo no se entretuvo en compadecerle. Ni siquiera reparó en su aventura.
En el siglo de los satélites y los aviones son las alas de la fama las que atraen el sueño de los hombres y la pasión voladora de los necios. Trenzadas las plumas con ondas hertzianas y sujetas con cera electromagnética, cientos de Ícaros vuelan por la estratosfera, flotando sobre el éter televisivo. Tras contemplar el mundo desde lo alto, son abrasados por el sol de su estulticia y caen, desplumados, al abismo del olvido, sin escándalo ni alharacas, como pintó Brueghel.
Es propio de necios elevarse más allá de lo razonable y abandonar su contacto con la tierra. Los medios técnicos ofrecen unas posibilidades excelentes al pazguato que exhibe, mezquino y soberbio, sus habilidades inicuas ante una multitud que aplaude enardecida su gesta voladora. Visibles ahora desde todos los ángulos parece que el número de zascandiles, se ha multiplicado. Veamos si la percepción nos engaña:
Cicerón ya recogió la máxima Stultorum sunt plena omnia, esto es: “todos los lugares están repletos de tontos” (Ad familiares 9, 22,4). Este pensamiento fue acogido con tanto entusiasmo que San Jerónimo lo introdujo en la Biblia Vulgata, hacia el 384 d.C, concretamente en el Eclesiastés 1,15: Stolturum infinitus est numerus: “el número de tontos es infinito“.
Esta máxima de uno de los llamados Libros Sapienciales estuvo vigente durante 1.500 años. Fue acogida nada menos que en la Biblia como uno de los pensamientos indiscutibles atribuidos a Salomón, el Rey Sabio. En 1979, a instancias de Pablo VI, se realizó otra traducción que miraba más a la tierra: quod deficiens est, numerari non potest: “lo que falta, no se puede contar”.
En las fechas de esta última traducción ya faltaban en el ámbito terrenal todos los Ícaros necios que habían escapando a la estratosfera hertziana. Eran ya incontables. Acaso la palabra de la Biblia y de Cicerón sean inmutables por muchas traducciones que sufran.
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