Durante la pasada campaña electoral americana, numerosos detractores acusaron a Donald Trump de apoyarse en todas las facciones ideológicas moralmente cuestionables, desde los supremacistas blancos, pasando por los antisemitas, hasta los grupos neofascistas o de la “derecha alternativa”. Le tacharon de narcisista, racista, machista. También de misógino, algo intensamente utilizado por Hillary Clinton para poner a las mujeres en su contra. Otros vaticinaron que una victoria del canditado republicano implicaría una reedición, corregida y aumentada, del macarthismo. Algunos fueron todavía más allá, afirmando que su posible elección implicaría un fracaso del sistema democrático norteamericano, al igual que la república de Weimar había fallado cuando eligió a Hitler. No faltaron las acusaciones de empresario mediocre; más aún, de burdo especulador que, en el colmo de la desfachatez, no pagaba sus impuestos. Según este relato, Trump sería un capitalista de la peor especie, megalómano, profundamente insolidario, insensible y carente de toda empatía. Prácticamente un sociópata.
Ted Cruz calificó a Trump de “mentiroso patológico”, “completamente amoral”, y “narcisista a un nivel que este país jamás ha visto”
Estos juicios no sólo venían desde sectores afines al partido Demócrata. Eran también compartidos por muchos republicanos. Según recordaba Ezra Klein, Ted Cruz calificó a Trump de “mentiroso patológico”, “completamente amoral”, y “narcisista a un nivel que este país jamás ha visto”. Para Rick Perry su candidatura era “un cáncer para el conservadurismo, que debía ser diagnosticado y extirpado.” Según Rand Paul, Trump era un “narcisista delirante”, y añadía que una mota de polvo estaba más cualificada para ser presidente que él. Marco Rubio advirtió que no había que dejar en manos de un tipo tan inestable “los códigos nucleares de los Estados Unidos.” Sin embargo, cuando el magnate fue elegido candidato, muchos se tragaron sus palabras y decidieron apoyarle. Pero su contribución quedó ahí, indeleble.
Con todas estas acusaciones, y otras muchas que sería imposible glosar aquí, políticos, analistas, intelectuales, periodistas y articulistas convirtieron a Trump en un villano comparable al malvado Ernst Blofeld, el cinematográfico líder de Spectra. Si ganaba, no sólo estarían amenazados los afroamericanos, latinos, asiáticos, árabes, judíos, mujeres, homosexuales, periodistas; también sucumbirían los sagrados derechos civiles, junto a la propia democracia. Un cataclismo de proporciones bíblicas que se llevaría por delante la nación americana. Sin embargo, a pesar la abrumadora y agresiva campaña en su contra, Trump resultó elegido. ¿Cómo pudo suceder?
El Demonio Público
Desde que Donald Trump anunció su candidatura, el establisment creó en torno a su figura lo que el sociólogo Stanley Cohen denominó un Pánico Moral; esto es, una reacción sobredimensionada de miedo y hostilidad, un impulso en el que no existe proporción entre el peligro real y la reacción. El Pánico Moral es inducido generalmente por el poder, o por ciertos grupos de presión bien situados. Para ello señalan a un villano, un Demonio Público (Folks Devil), al que atribuyen todo tipo de intenciones malévolas y culpas. Donald Trump no era un dechado de virtudes, ni un líder atractivo, ni se había mostrado cortés, educado o simpático, pero, a pesar de ello, no existían elementos objetivos que permitieran asegurar que fuera más malvado que el resto de los políticos americanos.
A pesar del abrumador seguidismo mediático, este Pánico Moral no sólo no ha evitado la victoria de Trump sino que, incluso, podría habría reforzado su candidatura
Lo que resulta más llamativo es que, a pesar del abrumador seguidismo mediático, este Pánico Moral no sólo no ha evitado la victoria de Trump sino que, incluso, podría habría reforzado su candidatura. Varios factores explicarían esta anomalía. En primer lugar, el hartazgo del público por la infinidad de miedos, pánicos inoculados durante las últimas décadas que, finalmente, resultaron falsos y, en muchas ocasiones, interesados. La gente acaba por inmunizarse ante las constantes alarmas que proyecta la prensa.
En segundo, el propio carácter irracional, exagerado, del pánico moral lo hace susceptible de ser revertido con cierta facilidad, cambiada su polaridad y devuelto como un boomerang contra sus instigadores, convirtiendo al demonio en héroe. El intenso ataque recibido permitió a Trump conectar con un amplio sector del público americano presentándose como un tipo rudo, un Gary Cooper que se enfrenta, solo ante el peligro, al poderoso y detestado establishment. De algún modo, Trump usó ese principio de las artes marciales orientales que consiste en derribar al contrario utilizando su propia fuerza. Y, por último, el pánico original quedó eclipsado por otro miedo distinto, el temor a la globalización, un fenómeno que el candidato republicano supo utilizar hábilmente lanzando un mensaje proteccionista que, si bien aplaca ciertos miedos, difícilmente será llevado a la práctica sin generar, a su vez, nuevas y peligrosas tensiones.
El pánico moral contra Trump estaba instigado por esa constelación de grupos de presión, de minorías organizadas que veían en el recién llegado Donald una potencial amenaza a su statu quo. Como afirmó Maquiavelo: “los hombres olvidan antes la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio”. En EEUU, cada grupo había generado su propio pánico moral en el pasado con el objetivo de obtener legislaciones favorables a sus intereses, lo que con el tiempo estableció una política más orientada a la identidad, a la pertenencia a un colectivo, que a los derechos intrínsecos de cada persona. Así, el terreno estaba perfectamente abonado para el éxito de una campaña que pusiera en cuestión el statu quo, aglutinando a una buena parte de la mayoría silenciosa, no organizada, una bolsa de votantes que se sentían agraviados por tantas diferencias y privilegios, y estaban convencidos, a su manera, de que América debía volver a sus raíces.
Algunas universidades, como la Northwestern de Illinois, ofrecieron ayuda psicológica a sus alumnos para sobreponerse al trauma del resultado electoral
Ante esta nueva dinámica, la insistencia del partido Demócrata de que cada individuo votaría según su pertenencia a un grupo, a una identidad colectiva pero minoritaria, no hizo sino enervar y exasperar los ánimos de ese amplio conjunto de votantes, no siempre conservadores ni afines al partido Republicano, convencidos de que había que poner punto final a esa política basada en las identidades y en otros irritantes clichés políticamente correctos. Esa masa de votantes vio en Donald Trump el enfant terrible, el agente externo que podría erradicarla.
¿Quién ha perdido realmente la cabeza?
En cuanto se tuvo la certeza de la victoria de Trump, se sucedieron reacciones de estupor en los medios de información y en las redes sociales. Decenas de miles de personas se movilizaron para protestar en las calles, clamando que nunca lo aceptarían como presidente. Tal como mostraron las televisiones, muchos manifestantes estaban rabiosos pero otros lloraban desconsolados, como si el resultado de las urnas anticipara la llegada del diluvio universal o de las sietes plagas de Egipto. Un tal Elijah Berg puso en marcha una iniciativa en Change.org para que el Colegio Electoral se inclinase por Hillary Clinton saltándose las normas que rigen para la elección del Presidente. “Trump no es apto para gobernar. Su intención de convertir a muchos norteamericanos en chivos expiatorios, su impulsividad, la intimidación, la mentira, su demostrada agresión sexual y la absoluta falta de experiencia, le convierten en un peligro para la República”, afirma esta petición que ha sido apoyada por 4.600.000 personas. Algunas universidades, como la Northwesternde Illinois, ofrecieron ayuda psicológica a sus alumnos para sobreponerse al trauma del resultado electoral. Incluso, un psiquiatra dijo haber atendido a pacientes con ataques de ansiedad tan fuertes que, en algunos casos, habían llegado a plantearse el suicidio.
Aunque todavía faltan dos meses para que Trump asuma la presidencia, sus detractores mantienen una agresiva tensión crítica, atentos a cada gesto, declaración o adelanto que el magnate haga de su futuro gabinete y les permita reafirmarse en sus vaticinios del fin del mundo. Lejos de entender, o querer entender, lo que ha sucedido y hacer autocrítica, insisten en hacer pasar al camello por el ojo de su aguja. Incluso, caen en la paradoja de dar pábulo a teorías zombies para explicar, a su vez, cómo las teorías conspirativas, los bulos, las falsas informaciones, siempre presentes en las redes sociales, y especialmente en Facebook, habrían determinado la victoria del candidato republicano. Mensaje que tiene un aroma tanto o más desagradable que el que emana del personaje demonizado. Sea aduciendo ignorancia, escasa formación, color de la piel, sectarismo o torpeza para distinguir el bien del mal, la verdad de la falsedad, estos sectores insinúan que los ciudadanos no están capacitados para elegir a sus gobernantes. Y estas son ya palabras mayores. “Cuando estás convencido de que todos los demás han perdido la cabeza, tal vez debas plantearte que eres tú quien la ha perdido”.
Quizá Trump sea el principio, el segundo gran chaparrón, después del Brexit, que anticipa el diluvio que viene
El hecho cierto es que se ha producido un desplazamiento social hacia posturas distintas, un movimiento que no puede explicarse de forma sencilla, mucho menos con argumentos, carentes de objetividad, marcadamente partidistas. No es tan difícil de entender: muchos norteamericanos se muestran inquietos con la actual política. Pero, en vez de escucharles, se les abronca y sermonea. Víctimas de la miopía de sus propios intereses, de su predilección por las políticas identitarias, las élites y los grupos de presión americanos se resisten a aceptar que el gigantesco boomerang lanzado contra el desafiante Trump ha impactado contra una gran masa de gente exasperada, ha rebotado, continuado su vuelo circular y, finalmente, les ha golpeado violentamente en la cara. Ahora, lejos de detenerse, vuela sobre el Atlántico en dirección a la vieja Europa, donde ya hace tiempo comenzó a calar la muy americana moda de la identidad por grupos, la fijación por la corrección política. Así pues, quizá Trump sea parte del principio, el segundo gran chaparrón, después del Brexit, que anticipa el diluvio que viene.