GABRIEL ALBIAC.
En negro no está sólo la contabilidad de los partidos. La política española está fundida en negro. Y, de no solventarse, esa negrura arrasará todo y a todos. Los que «saben», en las altas esferas de la casta que monopoliza el poder, no se engañan: no hay partido que haya podido financiarse con las solas fuentes que la ley les fija. Ni uno solo.
Minimizar sería lo más grave. Esto que está pasando no es cosa sólo de individuales sinvergüenzas. Ésos existen. Y no son sinvergüenzas; son ladrones. Los tribunales de justicia están para gente así. Rajoy está obligado a depurar responsabilidades penales dentro de su partido. Otra cosa sería suicida.
Pero no es esa delincuencia individual lo más grave. La interrogante crítica no es: «¿robaron los partidos políticos?» La pregunta en la cual se juega hoy el ser de España es esta otra: «¿era posible que existieran sin robar?» Y, en la respuesta a ella, se abre el dilema grave: ¿podemos seguir tirando con una Constitución a la cual los límites fechados por la salida de una dictadura marcaban con vacíos y ambigüedades sin otra función que la de consolidar un bipartidismo lo bastante estable para garantizar el pleno monopolio del Estado?
Tienen su vida las Constituciones. Como todo. Se gestan, nacen, envejecen, mueren, igual que cualquier organismo vivo. Si cumplen bien sus ritmos, a ese decurso y permanente trastrueque sobrevive lo que es su fundamento, aquello para salvar lo cual existen ellas: el sujeto constituyente, al cual podemos llamar nación o pueblo y que es lo que, a lo largo de los enredados laberintos de su historia, traza la tradición heterogénea a la que damos nombre de identidad nacional.
Salvar esa identidad, dar hoy oxígeno a esta nación al límite de su aliento, exige alzar constancia de que la España de 1978 -la de unos años jóvenes que, yo al menos, no añoro- ya no existe. Afortunadamente: ese es el signo más cierto del éxito de lo iniciado entonces. Es algo en lo que convendrán aquellos de mi edad que no hayan extraviado ni razón ni memoria. Ninguna de aquellas limitaciones -entonces tan amenazantes- del declinar del franquismo tiene hoy vigor. Los miedos que llevaron a blindar -con la tiniebla contable y la impunidad judicial- a unos pocos grandes partidos, destinados a guiar la transición española hacia lo normal europeo, han dejado de ser protectores; se han mutado en sustancia altamente venenosa para la salud pública.
El ciudadano no se sabe hoy ciudadano más que para pagar a Hacienda. Y para que una parte de ese pago acabe en contabilidades negras de partidos a los que no siempre aprecia. Podría soportarlo -aunque fuera de mala gana-, si a cambio se le otorgasen esas otras potestades que van ligadas a la ciudadanía: la igualdad ante los tribunales, por ejemplo. Pero todos saben que, en España, la ley es dos. Y que nadie que hubiera hecho lo que Barrionuevo y Vera, por ejemplo, estaría en la calle. Es lo que el PP no puede repetir ahora con Bárcenas.