PATRICIA SVERLO.

Para entender cómo Juan Carlos llegó a comprometerse con Sofía de Grecia es necesario retroceder en el tiempo. Ya se ha dicho que en 1954 se vieron por primera vez, en un crucero del Agamenón, uno de aquellos viajes por las islas griegas que organizaba la reina Federica de Grecia para promocionar el turismo y, de paso, facilitar las relaciones entre las personas de sangre azul de todo el mundo. Pero no hubo nada. En aquella ocasión Gabriela acompañaba al príncipe.

Juan Carlos y Sofia no se volvieron a ver hasta cuatro años después, en 1958, esta vez en el castillo alemán de Althausen, con motivo del casamiento de una hija de los duques de Württemberg. El general Armada fue testigo de aquel encuentro: “ese baile fue donde conocí a la princesa Sofía. Estaba monísima. El príncipe me la presentó y confieso que, mientras bailaban, me pareció que hacían una pareja colosal”. Pero esta vez tampoco hubo nada especial entre ellos.

Precisamente aquel año Sofía estaba muy concentrada en Harald de Noruega, heredero del trono de aquel país. Se estuvieron publicando cosas sobre su presunto noviazgo durante dos años. Pero todo se derrumbó cuando se hizo pública la cantidad fijada para la dote de Sofía. El rey Pablo había pedido para la ocasión 50 millones de francos antiguos, pero sólo concedieron 25. Corrió el rumor de que a la familia real noruega la cifra le pareció demasiado exigua. Hubo negociaciones. La reina Federica estaba dispuesta a conceder de manera anticipada su herencia personal en favor de Sofía para incrementar la suma. Pero la cosa no prosperó. Entre otros razones, de aquéllas que la razón no entiende, porque Harald se quería casar con Sonia Haraldsen, que no era de sangre real. Y lo consiguió seis años más tarde. Sofia quedó desconsolada.

Los futuros reyes de España volvieron a coincidir en 1960, en el mismo castillo, también para una boda (la de la princesa Diana de Francia con el heredero del ducado de Württemberg, en este caso).

Pero la pareja de baile de Juan Carlos seguía siendo Gabriela de Saboya. Y, aparte de Gabriela, en aquella época ya era público que se entretenía con La Chunga, una bailaora española, aunque sólo era la favorita de sus pasiones. Había más amantes, incluyendo a Olghina, con quien todavía mantenía algún vis-a-vis ocasional.

Tras tanto desencuentro con la princesa griega, sin embargo, al cabo de muy poco tiempo, en mayo de aquel mismo año, surgió por arte de magia un enamoramiento repentino. Por aquellas fechas los Borbones viajaron a Nápoles para asistir a la Semana de Vela de los Juegos Olímpicos de Roma, partiendo desde Cascais a bordo del Saltillo con unos amigos (por cierto, incluyendo a la omnipresente Gabriela). Se alojaron en el mismo hotel donde estaban los reyes de Grecia y su familia, y allí –sí, tuvo que ser justo allí– Cupido finalmente consiguió hacer diana.

Nadie se dio cuenta, pero cuando volvió a Estoril, Juan Carlos le confesó a un amigo (Bernardo Alonso, Maná) que se había hecho novio de Sofía y le mostró una pitillera que ella le había regalado. Si se lo explicaba, era porque quería un favor: que él le acompañara para decírselo a su padre. Tenía motivos para pensar que sería una buena noticia, pero no se atrevía a ir solo. En aquellos momentos, las relaciones entre el Pardo y Estoril eran más tensas que nunca y, de rebote, también entre padre e hijo. Tras lo que le había pasado a Alfonso, Juan Carlos se dedicaba a jugar la baza de los franquistas que se querían saltar a Don Juan como heredero legítimo, y aquello, digamos, no agradaba demasiado a su padre.

Maná y Juan Carlos fueron a ver al enojado Don Juan a su despacho, y Juan Carlos, como quien larga una bomba de consecuencias imprevisibles, le dijo: “Vengo para darte una noticia. Papá, ¿sabías que en las Olimpiadas de Italia me he hecho novio de Sofía de Grecia?” Don Juan se levantó y lo abrazó. Estaba contento, muy contento. Y Juan Carlos respiró aliviado. La satisfacción del conde de Barcelona no era tanto porque Gabriela no le gustara, que le gustaba, ni por cómo le encantaba Sofia… que tampoco era el caso. Más bien venía porque enseguida adivinó que a Franco la noticia le sentaría como una patada en el hígado. Precisamente un año antes el Caudillo había rechazado taxativamente a las hijas de los reyes de Grecia como candidatas, en una conversación con uno de los tutores del príncipe, por el hecho de que eran de religión ortodoxa, y su padre “un masón”. Por ello, el anuncio del noviazgo era todo un regalo que Don Juan podría utilizar como quisiera para afirmarse frente a Franco. Juan Carlos acababa de inaugurar, quizás inconscientemente, la etapa más difícil de sus relaciones con el dictador, que duró aproximadamente dos años.

 

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