PEDRO M. GONZÁLEZ
En la misma semana la Fiscalía recurre el Auto de la Juez Alaya que apunta a la posible imputación futura de altos cargos de la Junta de Andalucía y decide no actuar contra el Partido Popular por el borrado de los discos duros de los ordenadores de Bárcenas. Antes pidió, y consiguió, que se levantara la imputación contra la Infanta Cristina.
A la vista de tales precedentes y de que el ordenamiento jurídico español define al fiscal como defensor del interés público, queda claro que tal interés se asimila a la Razón de Estado.
Y es que su supuesta función de garante imparcial del Derecho es imposible por la estructura jerárquica de su organización, con una cúspide en la que se sitúa un Fiscal General del Estado designado por el Presidente del Gobierno en su plena facultad decisoria. Por tanto, a nadie debiera extrañar que tal puesto sea inevitablemente ocupado por personas dóciles a la voluntad gubernamental, y que luego transmita a sus inferiores las órdenes oportunas para el posicionamiento de quien debiera ser imparcial postulante, que se convierte de esta forma en auténtica marioneta de la voluntad política suprema. La labor del Fiscal se confunde así con la del Abogado del Estado.
Pero ahí no queda la cosa. Si ya las Circulares, Instrucciones, Consultas y régimen disciplinario de la Fiscalía General del Estado ponen coto a la actuación de los fiscales, es directamente el Ministerio de Justicia quien determina su movilidad geográfica y nombra a tenientes fiscales y fiscales jefe, cúpula y enlace en las distintas demarcaciones territoriales y órganos jurisdiccionales colegiados.
Así, difícilmente puede sostenerse la función de garante independiente del Ministerio Público, en la que los dos principales partidos se apoyan para coincidir en la propuesta de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que pretende sustraer la instrucción de las causas penales a los jueces para entregarla a la Fiscalía, dotándola de facultad jurisdiccional para investigar los hechos de trascendencia penal.