Facebook hace estragos. Tengo la fortuna de tener unos estudiantes de los que cada día aprendo más. No solo me actualizan con el tema de las expresiones malsonantes, nuevas tribus urbanas o nuevas formas de vivir, me traen lo más insospechado. Debo reconocer que con eso de las generaciones no dejo de ser tremendamente orteguiano. No soy ningún carcamal, pero sí media una generación entre ellos y yo, y se nota porque me quedo atónito con lo que hacen y piensan. En esa relación docente, paradójicamente, el alumno soy yo. Además, en esta sociedad posmoderna tan multiforme, los tengo de un barroquismo y complejidad intelectual exquisitos. El otro día no tuvieron empacho en mostrarme un debate con un tal Carreira que, a la sazón, jesuita, teólogo, doctor en astrofísica y, durante años, miembro del observatorio Vaticano, echaba pestes ante un Antonio García-Trevijano impasible, que reclamaba su derecho a morirse en paz, a la vez que sentenciaba que el jesuita era un tertuliano. El tal Carreira echaba espumarajos por la boca, cual inquisidor sin poder alguno para condenar ya a nadie. Leo Naphta, en La montaña mágica de Thomas Mann, no lo hubiera hecho mejor ante un bondadoso y confiado Settembrini. Si Mann hubiera vivido en nuestro tiempo —lo que no deja de ser parcialmente cierto— se hubiera inspirado antes en Carreira que en Lukacks. Pues bien, he aquí que el Doctor Carreira —nada de «padre» en esta laica república de las letras— echa mano no solo del dogma que conoce a la perfección, sino de la CIENCIA —merece mayúsculas en este caso— para demostrar lo que desde Kant está claro que es indemostrable. Actúa como un Suárez redivivus, es decir, un pretendido moderno que es más bien un conservador pertinaz. Este padre Carreira es fundamentalista por arriba y por abajo con las bendiciones de la Ciencia y la Iglesia. Me lo imagino rodeado de otros córvidos en el convento siendo adulado ante tanta acumulación de dogma científico. Se deben ir a la cama tan tranquilos después de estar a la última gracias al P. Carreira, el cual les informa de los avances de la ciencia, que deben soñar con los mismísimos ángeles, pero no con los del problema de cuántos caben en la punta de un alfiler —lector, es una pregunta muy seria—, sino con los del retablo barroco de la capilla o, en su defecto, con los monigotes bizantinoides de Argüello. Bien pueden decir como en La verbena de la paloma, «hoy la ciencia avanza que es una barbaridad». Y mientras se meten en la cama, asienten y dicen «qué grande es la ciencia que demuestra lo que ya sabíamos todos nosotros». Es esta ciencia jesuítica y dogmática, una ciencia corroborativa, no una que busca, sino que ya ha encontrado; antes entender que creer, nada de credo ut intelligam, sino intelligo ut credam, he ahí el criticismo. Ni el confirmativismo de los positivistas aguanta semejante estupidez. El problema es que probablemente trascienda los muros de conventos y nidos de córvidos y otras aves.  Si uno indaga en Gredt o en cualquier otro clásico, señores, ese Aristóteles que «define» y en el que se basa subrepticiamente Carreira, no existe más que en manuales mal leídos y peor entendidos, es un fantasma del Aristóteles que inquiere e indaga. Ya Sellars señalaba que lo importante del método científico como encarnación de la misma racionalidad es que, como tal, era una empresa colaborativa y autorregulada (algo muy alejado de la cura de almas). Y si hoy confiamos nuestras mejores decisiones a su poder, no lo hacemos cual holocausto de la humanidad ante un becerro de oro, sino porque sabemos que es eso, una empresa genuinamente crítica donde, antes del consenso, existe un disenso inquisitivo que no inquisidor. La ciencia de Carreira es un mito. En fin, que lo aguanten en el convento o en Intereconomía, pero que no nos den gato por liebre.

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