Sin democracia puede haber religión, pero sin religión, y esto lo razona Tocqueville, que se pateó el único país donde Montesquieu se impuso a Rousseau, no hay democracia.
Ninguno de los dos candidatos a la presidencia americana tiene hoy pinta de ir a la iglesia: ella, porque no cree que Dios pueda estar a su altura; él, aunque gane dinero como un metodista, por esa suerte de pereza católica que le hace quedarse el domingo en la cama. Y, sin embargo, en su último debate, bordaron la representación de la parábola evangélica correspondiente, ay, al próximo domingo.
–Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano.
Hillary Clinton y Donald Trump.
Según Chesterton, deberíamos ver tan hondo en un hipócrita que viésemos incluso su sinceridad. En el caso de la farisea de Arkansas, deberíamos estar interesados en esa parte más oscura y más real en la que residen no los vicios que no exhibe, sino las virtudes que no puede exhibir. En cuanto al publicano de Nueva York, estamos ante uno de esos casos en que las personas son tan sinceras que parecen absurdas, y tan absurdas que no parecen sinceras.
–Se ve como un fraude que un hombre insista puntillosamente en definirse como un mísero pecador y al mismo tiempo insista puntillosamente en definirse como rey de Francia.
Le preguntan por qué acepta para la Fundación Clinton fortunas de países tan feministas como Qatar y Arabia Saudí, y Hillary se hace la Forges (“Y no te olvides de Haití”) y dice que ella sólo quiere acabar con el sida en Haití, pues hay un niño que sangra en Alepo.
–Oh, Dios, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano.
A la misma hora, en el Madison Square Garden, la irreligiosa Madonna (¡58 años!), que ya se ve en el Rastrillo de los Clinton en la Casa Blanca, prometía chupi-chupi habanero (su oración fue más grosera) “si votáis a Hillary”.
–Soy de las que miran a los ojos mientras lo hace