CARLOS RODRÍGUEZ BRAUN.
Cuando hablamos de mercado único, lo asociamos a un gran logro del llamado proceso de construcción europea, a saber, la desaparición de las fronteras y el establecimiento de un solo mercado donde puedan circular libremente las personas, los bienes y los capitales de la Unión Europea. Paradójicamente, este plausible proceso vino acompañado de un proceso inverso en varios países, entre ellos singularmente España, donde la descentralización autonómica forzó a las empresas a soportar unos costes crecientes por la multiplicidad regulatoria y dispersión legislativa. La CEOE ha señalado repetidamente que esta proliferación de reinos de taifas ha conducido a que haya cada año más de 3.000 leyes, decretos y normas de todo tipo, y unas 700.000 páginas de los BOE de las autonomías y la Administración central.
Frenar esta disgregación regulatoria no sólo era una reclamación de los empresarios españoles, que la sufren en sus carnes y en sus balances, sino que también era algo en lo que insistían tanto la UE como el FMI a la hora de recomendar estrategias que potencien la competitividad; se ha estimado que la profusión normativa representa un coste de 45.000 millones de euros anuales para nuestras empresas. El proyecto de ley de Unidad de Mercado presentado ayer pretende abordar este problema, y se inspira, precisamente, en el principio de licencia única y legislación de origen que ya funcionan en el Mercado Único Europeo. La clave: cualquier bien o servicio generado bajo cualquier normativa autonómica podrá negociarse en toda España sin más trámites. Entre esto y la reducción de otras trabas para ejercer actividades económicas podrán dar impulso a nuestra economía, y si encima se bajaran los impuestos, no le quiero ni contar.
Dos problemas se plantean, empero. Uno es la burocracia de las propias administraciones públicas, a los tres niveles. Y el otro es el recelo específico de las comunidades autónomas, que pueden ver como una amenaza el recorte de su capacidad de dificultar la vida a trabajadores y empresarios, y sobre todo la reacción de Cataluña y el País Vasco, que al frenesí intervencionista habitual añaden el victimismo y el acostumbrado abanico de reivindicaciones y agravios nacionalistas.
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