La España de los partidos surgida tras el ‘consenso del 78’ sigue dando titulares diarios sobre la corrupción, un no acabar jamás que recuerda al concepto del eterno retorno de Nietzsche, una repetición constante e incansable sobre acontecimientos de corrupción, pero también de ideas, sensaciones y pensamientos que los partidos políticos y sus afines mediáticos regurgitan para que los súbditos del sistema comamos sin atragantarnos y el conformismo cultive nuestras mentes. Las últimas operaciones policiales llevadas a cabo sobre la trama político empresarial del Partido Popular de Madrid son la evidencia palpable de la buena salud de la que goza el poder de los partidos políticos en el Estado y sus derivados autonómicos. Esta retahíla de operaciones, imputaciones, investigados, condenados y demás farfolla político-judicial que algunos medios de comunicación nos relatan con tanta pasión, son el enlace psicológico para domesticar y acallar a un público atónito, pero que aún se resiste a creer que España es una estructura partidocrática corrupta desde su origen, hecho, que sin embargo, pocos medios de comunicación se atreven a denunciar. Un edificio modelado para que oportunistas y trepas de cualquier bando político puedan vivir una vida cómoda e incluso enriquecerse a costa del dinero público sin defender el bien común que su cargo les otorga.
Los partidos políticos son hoy organizaciones jerarquizadas optimizadas para conseguir el poder a toda costa, oligarquías políticas que por mucho escaparate democrático con el que se promocionen no son capaces de escapar a la ley de hierro que diseccionó el sociólogo alemán R. Michels. En pocas décadas se han erigido en piezas fundamentales en el funcionamiento del Estado y la integración de los mismos en la estructura de éste ha devenido en una hipertrofia estatal por la extensión y poder que han alcanzado, provocando una patrimonialización de facto del Estado en beneficio de los partidos políticos, que usan los resortes de éste para acaparar poder, influencias y privilegios. Es decir, las organizaciones políticas han perdido sus objetivos iniciales y se han convertido en superestructuras cuyo único fin es su auto-conservación, dejando de ser representativos de las bases sociales que lo forman. Los terremotos políticos de los últimos meses a ambos lados del Atlántico así lo atestiguan.
Como decía, el sistema de partidos constitucional con el que hace casi cuarenta años España se dotó en la Transición presenta en sí mismo varias contradicciones que aún no han sido resueltas. La primera de ellas, es que cuando hablamos de constitucionalidad tenemos que hablar de una genuina representatividad y de la separación de poderes en origen. Hechos que no existen en nuestro sistema. Otra contradicción es la prohibición del mandato imperativo que expresa la denominada Carta Magna, que después sin embargo, los partidos no la cumplen a favor de la disciplina de partido. Una última, es cómo la soberanía política ha sido socavada a favor de la soberanía del mercado o la obscena complicidad pecuniaria entre política y empresa. Estas tres objeciones instaladas en las tripas de los partidos son la causa principal de que la corrupción haya colonizado todas las instituciones de gobernación, e incluso existen autores que manifiestan con razón que la corrupción en España se ha convertido en un factor de gobierno.
Y es que cuando el Estado se muda en instrumento de poder de los partidos, siendo el Estado dirigido por los partidos políticos, la representación ciudadana se anula a favor de la representación piramidal del partido; la independencia de poderes queda extirpada a favor de un poder ejecutivo que acapara todos los poderes; el incumplimiento de la prohibición del mandato imperativo revela la perversión del sistema, puesto que los partidos ningunean la Constitución. Y por último, la financiación de los partidos políticos y las avaricias personales ceden la soberanía política a la soberanía del dinero, creándose las ya famosas tramas de corrupción basadas en las mordidas o comisiones a cambio de contratos públicos. Un quid pro quo entre políticos y empresarios.
Este nefasto diseño institucional del sistema político español, multiplicado por 17 autonomías, es el verdadero cáncer de España y los españoles, y mientras una mayoría de españoles no exijamos cambios drásticos en nuestra forma de gobernarnos, la corrupción y el partidismo más radical seguirán expoliando el erario público y promocionando falsas ideologías y bagatelas morales.
España necesita ante todo un sistema de gobierno que cumpla con las dos principales reglas del juego de la democracia: la representación ciudadana y la separación de los poderes, que hoy día están pervertidos. Esto conlleva por un lado, la elección directa de diputados de distrito mediante el sistema mayoritario uninominal (poder legislativo); por otro, la elección directa del presidente de Gobierno (poder ejecutivo) y en última instancia, la elección del gobierno de los jueces por parte del mundo judicial. Sin este arreglo institucional fundamental en el que se le ponga coto al poder de los partidos políticos y la independencia de poderes se haga valer, España seguirá formando parte de la lista de países con mayores niveles de corrupción y de la partidocracia actual pasaremos al Estado Total propio del para-fascismo. O sea, el partido o la nada.