RAFAEL MARTÍN RIVERA
En realidad hace tiempo que dejó de ser un país soberano. Pero no me refiero aquí a la cesión de soberanía realizada en virtud de tratados internacionales que nos vinculan a la UE o a organizaciones supranacionales de todo tipo y naturaleza, sino a la renuncia voluntaria efectuada, dentro del territorio nacional, a ejercer la soberanía que hubiera correspondido a cualquier Estado soberano dentro de sus límites fronterizos y aguas territoriales.
En efecto, hemos sido testigos en las últimas décadas de una dejación de nuestra soberanía que se ha reflejado en hechos insólitos que ponen en entredicho nuestra capacidad para defender el orden interno, la integridad territorial y la inviolabilidad de nuestras fronteras, y, en particular, en esa «denodada» lucha contra los separatismos, la inmigración, el terrorismo y las mafias internacionales.
Recientemente, quedamos estupefactos ante el hecho de que unos observadores, mediadores o verificadores internacionales –da igual cómo se les quiera llamar– aparecieran en la escena nacional con total naturalidad y desparpajo, siguiendo las instrucciones de un grupo de asesinos, con la connivencia del denominado gobierno vasco, y la sorprendente anuencia del Gobierno de la Nación –por omisión–, para certificar un supuesto «desarme» de ETA. Estos señores aterrizaban en España, se paseaban sin cortapisa alguna por las calles de Bilbao, y hacían declaraciones abiertas, sonriendo a la prensa, como si se encontraran en un país «intervenido» como consecuencia de un «conflicto internacional», y actuaran bajo mandato de Naciones Unidas o similar. Nadie se molestó en pedirles explicación alguna en su deambular por el territorio nacional hasta que la «pantomima» –como se han atrevido frívolamente a calificar algunos miembros del Gobierno– estaba ya consumada; y, curiosamente, ha sido mediante citación judicial, y sólo a efectos de que informaran sobre su encuentro con los terroristas. Huelga decir que dicha comparecencia no se hizo a instancias de la Fiscalía, como hubiera sido deseable, ni de ninguna otra institución de este nuestro Estado soberano, sino a petición del Colectivo de Víctimas del Terrorismo del País Vasco. Lo cual chirría sobremanera con el entusiasmo con que la Fiscalía General del Estado se prodigó en la aplicación de la famosa sentencia de Estrasburgo «caso por caso».
Pero la cosa viene ya de lejos…, y tampoco entonces, en octubre de 2011, cuando se celebró en San Sebastián la denominada «Conferencia Internacional de Paz», anunciada a bombo y platillo, y amplia cobertura mediática, alguien se atrevió a poner freno alguno al asunto; y, de nuevo, cual país intervenido, los «delegados internacionales» se pasearon por este país con total tranquilidad y seguridad, mientras aquel Gobierno permanecía impertérrito, con alguna declaración del tono al que nos tiene acostumbrado el de ahora.
Resulta difícil imaginar que el Gobierno de la República Francesa, pongamos por caso, hubiese permitido la celebración de semejante circo dentro de sus fronteras, dejando que se pusiera en entredicho la sagrada soberanía del pueblo francés en asunto de especial relevancia para la seguridad e integridad nacional.
Y hablando de fronteras, no sin cambiar mucho de tercio: ya nos podemos ir acostumbrando a la idea de que, tarde o temprano, Ceuta y Melilla dejen de ser españolas. Marruecos sabe que somos incapaces de controlar las oleadas de subsaharianos que nos envían desde «abajo». La Unión Europea también. Y nosotros, no parecemos dispuestos a ejercer las presiones diplomáticas necesarias para que cesen semejantes avalanchas con el principal interlocutor y parte interesada en el desmán: Marruecos. Difícil es pensar que con unos cuantos efectivos de la Policía Nacional y de la Guardia Civil, a los que ni siquiera se les permite actuar, puedan frenarse los embates de centenas de inmigrantes lanzados al asalto contra unas vallas de metal. De nada sirve tampoco que con voz lastimera apelemos a la UE informándoles de que también son sus fronteras…; pues mal que nos pese, el problema es nuestro. Somos nosotros quienes debemos hacernos responsables de la inviolabilidad de nuestras fronteras y de nuestra integridad territorial. Por algo somos un Estado soberano; o deberíamos serlo…; aunque los hechos se muestren tozudos en demostrar lo contrario.
Cualquiera puede haber sido testigo de cómo en las fronteras de Ceuta y Melilla el rigor de la policía marroquí demora habitualmente en un par de horas la entrada y salida en su país a cualquier ciudadano extranjero –incluidos evidentemente los españoles que con frecuencia atraviesan la frontera–. Muy distinto es el panorama en los pasos fronterizos españoles, cuando se hacinan desordenadamente ciudadanos marroquíes con fardos de todo tipo, para hacer sus compras en Ceuta y Melilla o, simplemente, para pasar una jornada de asueto; especialmente, durante los fines de semana. Cuando las colas de vehículos y personas se hacen insostenibles, y los ciudadanos marroquíes empiezan a tocar la bocina y a lanzar improperios a la policía española, el control de pasaportes se relaja y los agentes, en plena desesperación, ceden ante lo que parece un motín en toda regla, dejando paso libre a los visitantes. La sonrisa cómplice de los agentes marroquíes tampoco se hace esperar ante lo que acontece…
No es que yo quiera poner en evidencia la labor de los agentes españoles, desbordados día tras día, por auténticas mareas humanas –y con verdadero poco margen de actuación–, sino, bien al contrario, el celo con el que la policía marroquí guarda sus pasos fronterizos en unos casos, y en otros no tanto. Sin duda, resulta difícil imaginar cómo miles de subsaharianos llegan a cruzar la frontera sur de Marruecos y atravesar el país entero, en columnas de doscientos o mil, sin la más mínima cortapisa policial. Y cualquiera puede dar fe de que la policía marroquí se emplea a fondo en sus labores… Sólo cuando llegan a la frontera española, en unos casos sí, y en otros menos, la policía marroquí decide o no actuar según las circunstancias. Esto es, cuando los subsaharianos entrados ilegalmente en Marruecos se encuentran ya encaramados a la valla española.
El resultado de todo esto, será como digo: «Si ustedes, autoridades españolas, no son capaces de guardar sus fronteras en Ceuta y Melilla, el Estado español tendrá que renunciar a su soberanía sobre las mismas. Pues no pueden seguir siendo los coladeros de la inmigración en la UE». Marruecos lo sabe. Y la UE es de presumir que también. El Gobierno de España no sé si se habrá dado aún por enterado o no…
Sea como fuere, un país que se debate con bastante poco éxito entre consultas independentistas, procesos de paz en los que no participa, terroristas y grupos políticos ilegales en sus instituciones, desórdenes callejeros de trascendencia mediática mundial, además de ser paraíso de mafias organizadas e islamistas radicales de todo orden y pelaje, y que no es capaz de guardar sus fronteras, y con cierta dificultad defender sus aguas territoriales, es de temer que no sea un Estado soberano, ni pueda serlo. Quizás lo mejor será que nos intervengan. ¿Se han planteado alguna vez ser como Gibraltar?