Gabriel Albiac

GABRIEL ALBIAC.

Lo de Garzón se llama cara dura: ese atributo mayor de la política española

«¡Estoy escandalizado! ¡Qué vergüenza! ¡Acabo de descubrir que aquí se juega…!». La escena persiste en la memoria del aficionado al cine. Casablanca. El pícaro capitán Renault debe cerrar el bar que un tal Richard Blaine —sublime Humphrey Bogart— regenta en la ciudad y que ha acabado por mosquear al coronel nazi Strasser. «¡Qué escándalo, qué escándalo, acabo de descubrir que aquí se juega!». El croupier se le acerca, obsequioso: «Sus ganancias en la ruleta señor». Renault toma el fajo de billetes con displicencia. Lo agita en dirección a la puerta: «¡Todo el mundo fuera! ¡Qué vergüenza, acabo de descubrir que en este local se juega!».

Garzón, la semana pasada, jugó a mimar el gesto del elegante corrupto al cual daba vida enCasablanca Claude Rains. Pero le falta clase al iletrado juez para dar ese toque de señorío en lo pútrido que era atributo del venal oficial francés. Renault ponía en el espectador una tenue sonrisa amarga. Garzón provoca la carcajada. Que es lo menos elegante en esta vida.

Porque Garzón acaba de hacer un descubrimiento. Fastuoso. Que en España no existe división de poderes. Si lo sabrá él, que pasó del judicial al legislativo y al ejecutivo, en ida y vuelta, sin más que suplicárselo al señor González, por aquel entonces omnipotente jefe máximo del Gobierno cuyo ministro del Interior acabaría en presidio como jefe de los GAL, grupo terrorista cuyo procedimiento él instruía. «¡Qué escándalo, qué escándalo…! ¡Acabo de descubrir que en este país no hay división de poderes!».

Lo que Garzón ha descubierto es que el presidente del Tribunal Constitucional estaba ligado a un partido político. O sea, lo mismo que todos sus miembros. No por azar, ni por maquinación. Por ley. Puesto que cada miembro del Tribunal Constitucional es consensuado entre los partidos parlamentarios, en aplicación de una exacta cuota. Y no es que cada uno de los sujetos que forman el Constitucional esté contaminado. Ni siquiera todos ellos en su conjunto. Está contaminada la norma que establece su nombramiento. Y la definición de su estatuto.

El Tribunal Constitucional no es instancia jurisdiccional. No es, pues, poder judicial. Es, en tanto que intérprete último de la Constitución, poder político. Pero su estatuto es ambiguo. Tanto como para funcionar como instancia de revisión del Supremo. Con lo cual, el Supremo deja automáticamente de serlo y todo el sistema judicial español queda deslegitimado. Eso y el nombramiento por los partidos del Consejo General del Poder Judicial, que es el órgano de gobierno de los jueces, invalida la plenitud democrática de la democracia española, al vulnerar la división y autonomía de poderes, «sin la cual», escribía Sieyès, «no hay Constitución».
Lo de Garzón se llama cara dura: ese atributo mayor de la política española. Porque toda su carrera se alzó sobre esta invasión de lo político en la magistratura. Hasta que fue expulsado como delincuente. Exhibe ahora el plácido cinismo de Renault: «¡Estoy escandalizado!» Pero le falta clase.

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