Parece lógico que a quien no ha vivido muy de cerca la evolución de la sociedad catalana durante las últimas décadas puedan resultarle algo enigmáticas algunas de sus actitudes recientes. Una comunidad que lleva tanto tiempo asumiendo y rentabilizando el complejo de persecución no es extraño que haya construido un intrincado código de subterfugios para conseguir un día la tierra prometida sin alertar al adversario. Hoy, una gran mayoría de españoles parecen sorprendidos al descubrir esta nueva Cataluña vehemente, cuya exhibición de rasgos secesionistas nada tiene que ver con aquel territorio de gente aparentemente taimada y dialogante del reinado pujolista. Sin embargo, dicha sorpresa revela de nuevo una errónea interpretación de nuestro pasado reciente.
Precisamente, durante las dos últimas décadas, en las instituciones catalanas se ha venido tejiendo con sutil tenacidad una trama de mensajes subliminales bajo un objetivo muy preciso. Se trataba de transmitir desde cualquier medio público, ya fueran emisoras, colegios, asociaciones o clubes, los maleficios de todo aquello que desprendiera tufo español. Así de sencillo. Lo hemos comprobado a diario en infinidad de tertulias, en los humoristas de la TV3, en el servicio meteorológico, en los libros de texto, en el deporte, en la obstinada cruzada del ejército de filólogos, etc. Los resultados de aquella persistente y sagaz política de intoxicación han empezado a emerger en los últimos tiempos, pero nadie debe rasgarse las vestiduras porque la comedia sólo acaba de levantar el telón. Toda una generación ha sido instruida en estos precarios principios y obviamente tratarán de ponerlos en práctica. Otra cosa es que el espectáculo, por sus tintes de provincianismo castizo, acabe resultando hasta divertido y algunos incluso nos lo tomemos a pitorreo.
Bajo este prisma, la decisión del Ayuntamiento de Barcelona declarándose ciudad antitaurina no debería sorprender a nadie. Las motivaciones “humanitarias” con relación a los bichos no son más que una cortina de humo. Tampoco es cuestión de entrar en razonamientos y polémicas culturales sobre el arraigo de la tauromaquia o la supuesta alma de los animales. El asunto es de otra naturaleza. Aquí sólo se quiere demostrar al resto de la península que los catalanes no somos unos salvajes practicantes de la tortura y el asesinato a un pobre animal indefenso, mientras nos divertimos al son del pasodoble “Suspiros de España”. Por consecuencia, cualquier otra consideración del hecho siempre resultará incoherente y enigmática. De lo contrario, ¿cómo podríamos explicarnos que el concejal de ERC señor Portabella, uno de los paladines de la decisión, sea el presidente del zoo barcelonés? El espacio ciudadano donde se atropella con mayor escarnio público la dignidad de los animales.
Cuando se quiere imponer una realidad artificial en la que los catalanes representamos los modernos y cívicos, mientras que el resto de España arrastra la herencia salvaje, casposa e intolerante, hay que hacer lo que sea para que cuadre el invento. Naturalmente, se recurre con el mayor cinismo a lo que Arcadi Espada llama la caja B de la moral, y si conviene se afirma que los toros poseen: “…un sistema nervioso de similares características a la especie humana”. Todo ello, mientras en la impoluta Cataluña se crían nada menos que diez millones de cerdos en régimen intensivo. Si esta definición les resulta abstracta, me permito informarles que el procedimiento intensivo significa diez millones de cerdos viviendo toda su existencia en apenas dos metros cuadrados, mientras intentan equilibrar constantemente sus patas sobre unas rejas por las que fluyen los excrementos. Su único movimiento posible se reduce a inclinar ligeramente la cabeza para comer pienso, ya que el transporte al matadero se efectúa en idénticas condiciones.
Cataluña es hoy la pionera en España y Europa para esta clase de tortura a la especie animal. Una tortura, dicho sea de paso, muy rentable. Aunque tampoco debería sorprendernos si encontramos mañana algún pseudo científico, especialista en rasgos diferenciales, argumentando que eso ocurre, porque el cerdo no posee el mismo sistema nervioso del toro, tan parecido al humano. Bajo semejantes ocurrencias, ¿dónde pondremos el límite de la sensibilidad? ¿En las bacterias? ¿En los mosquitos? Cuando las decisiones de los dirigentes públicos se inscriben en la pura virtualidad, fuera de toda noción de un país real, todo es posible. Pero aun puede ser peor si estas decisiones intentan además promover los envites de un resentimiento maquillado bajo grandes conceptos humanísticos. Entonces, eliminada toda referencia real y la hipocresía convertida en lenguaje corriente, el caos está servido.
No importa que el toro sea el animal salvaje que mejor vive hoy en Europa, porque no creo que el asunto merezca ninguna polémica cultural o científica. En todo caso, el debate es ético, pero no del lado de la tauromaquia. Se trata simplemente del fraude de un notable consistorio que, ante la legítima opinión de algunos ciudadanos contrarios a las corridas, aprovecha la circunstancia para lanzar un mensaje institucional, cuya aparente intención encubre un objetivo muy distinto. En definitiva, se busca un subterfugio filantrópico porque todavía no hay agallas suficientes para declarar “Barcelona ciudad antiespañola”. Todo llegará.