JAVIER TORROX.
El rey no tiene trono. El rey tiene taburete. Y esto es así no porque quien esto escribe quiera hacer de menos al monarca, sino porque éste prefirió ser reyezuelo antes que rey. Y a lo más a lo que puede aspirar un reyezuelo que admite que un dictador le nombre rey es a tener un taburete.
Trono sería si hubiera heredado la Corona de quien tenía mejor derecho para ceñirla, su padre. Pero, tan felón como su pariente Fernando VII, Juan Carlos traicionó a los españoles y también a su propio padre. La monarquía española yace en El Escorial, sin herederos y condenada a no ser nunca más. El régimen de poder del que emanan todas las instituciones del Estado actual no es el de la monarquía española tradicional, sino el de una nueva monarquía, la impuesta por el dictador Franco. Igualmente, trono sería el asiento de Juan Carlos si, para ser tal, no necesitara el sostén de agentes externos a la propia institución monárquica. Pasemos de puntillas hoy el debate que inevitablemente suscita la inmoralidad del establecimiento del principio de desigualdad que impone la monarquía y detengámonos a observar el taburete de Juan Carlos.
Un taburete es un asiento sin respaldo. ¿Sobre qué patas descansa este asiento? Es un taburete de cuatro patas. Dos de ellas son herencia directa (aunque maquillada, claro) del franquismo; las otras dos son nuevas incorporaciones que tienen como finalidad sumar los puntos de apoyo necesarios que impidan la caída de un asiento que sólo contara con los dos puntos de apoyo de los que parte. Dicho de otro modo, un asiento de dos patas necesita, al menos, una más para no caerse. Y este taburete cuenta con otras dos: IU y los nacionalismos periféricos.
Una vez establecida la ilegitimidad dinástica de esta corona sin trono, escrutemos su taburete. De sus dos pares de patas, veamos el primero, el que hereda del franquismo. Desde el punto de vista político, la dictadura de Franco tenía tres firmes mantenedores: el nacional-catolicismo, el nacional-sindicalismo y los residuos del tradicionalismo carlista.
El nacional-catolicismo integraba a todos los grupos reaccionarios tradicionalistas (de ahí que los carlistas acabaran por diluirse dentro de esta facción). Su fuerza aumentó notablemente durante la segunda mitad de la dictadura con el reparto de altos cargos del Gobierno entre miembros del Opus Dei, a los que se dio en llamar tecnócratas. Sin embargo, a la muerte del dictador, sus defensores se escindieron en varios partidos estatales hasta que, a modo de una nueva CEDA, se reagruparon en torno a unas mismas siglas, el PP. El nacional-catolicismo es la nota exótica que el franquismo aporta a la historia de las cuatro dictaduras europeas surgidas en el periodo de entreguerras (Mussolini, Stalin, Hitler y Franco), es el totalitarismo de palio y sacristía. Una nota común entre los nacional-católicos es que sus sucesivas cúpulas se ocupan con los descendientes de varias familias. Dicho de otro modo, ya eran los mismos con Alfonso XIII y aún antes. Su aportación política es insignificante: sus dos únicos intereses son el mantenimiento en la Jefatura del Estado de quien la ocupa y aprovecharse de su poder para imponernos las condiciones legislativas que les permitan amasar tanto dinero como les sea posible.
Los nacional-sindicalistas eran la suma de los falangistas y los integrantes de su órgano -es un decir- obrerista, el sindicalismo vertical. ¿Dónde están hoy? Integrados en el partido estatal que vertebra la Monarquía de Partidos juancarlista, el PSOE. Cabría preguntarse cómo es posible que los miembros de un partido de violenta oposición al marxismo se integren en un partido socialista. La explicación es muy sencilla: a finales de los 70, el PSOE manifestó públicamente su renuncia al marxismo. Con esta declaración se abrieron de par en par las puertas del PSOE (y de UGT) para todos los que hasta entonces habían sido furibundos falangistas. No queremos con esto decir que todos los militantes del PSOE sean falangistas, pero sí podemos afirmar que un gran número de falangistas que quisieron continuar viviendo del Estado se integraron en el PSOE. Y ahí siguen.
Ya tenemos las dos patas del taburete con las que el franquismo se mantiene incardinado en el Estado casi 40 años después de la muerte del propio dictador. Veamos ahora cuáles son los otros dos sostenes de los que se vale el monarca franquista para afianzar su destartalado taburete.
En los últimos años de la dictadura era ya evidente que el régimen franquista no podría mantenerse abiertamente como tal tras la muerte del dictador. El poder nacido de la rebelión traidora que destruyó con la fuerza de las armas la legitimidad y la legalidad republicanas necesitaba ocultarse para mantenerse vivo. Y en el disfraz encontró el medio. El razonamiento del poder tirano fue el siguiente: una dictadura sin dictador es insostenible; adoptemos el Estado de Partidos existente en Europa desde el fin de la II Guerra Mundial para así mantenernos en el poder con independencia del deseo de los ciudadanos; a ellos les diremos que ya viven en democracia pese a que no les permitiremos elegir ni su representante ni su Gobierno.
Para que este colosal fraude político tuviera éxito era imprescindible contar con la cooperación y colaboración de lo que entonces se conocía como la oposición clandestina a la dictadura. La postura inicial de ésta no estaba por la labor. Agrupados en torno a Antonio García-Trevijano en la Junta Democrática y, a continuación, en la Platajunta, hicieron suyas las tesis de ruptura con la legalidad existente defendidas (entonces y aún hoy) por el abogado granadino. Pero la ruptura no se produjo. La oposición clandestina optó por traicionarse a sí misma y abrazó todo aquello contra lo que había luchado durante 40 años, el continuismo franquista que es el juancarlismo.
El taburete de Juan Carlos encontró, así, en el PCE su tercera pata. Tras 40 brutales años en los que miles de militantes del PCE sufrieron fusilamientos, torturas, cárcel, ignominia y un sinfín de humillaciones, el PCE abrazó al heredero del dictador y le regaló así la legitimidad que supone el no cuestionamiento de su poder tirano. García-Trevijano describió hace unos días en Radio Libertad Constituyente cuál es el papel del PCE (hoy IU) en el régimen juancarlista: “IU es la guardia pretoriana que impide a la izquierda derribar la monarquía”. IU es un muro de contención, es el sostén con el que el juancarlismo puede afirmar que hay libertad para la difusión de un ideario supuestamente opuesto a la propia existencia de la monarquía. Evidentemente, se trata de un ardid. Sólo con el engaño se puede afirmar que es comunista un partido que está a sueldo de una monarquía. ¿Quién es el insensato capaz de imaginar que Lenin o Trotsky pudieran recibir la financiación del zar para su causa revolucionaria?
El cuarto sostén del taburete del rey son los nacionalismos periféricos. El nacionalismo español es una de las bases ideológicas del franquismo. El régimen juancarlista, por tanto, necesitaba un posicionamiento ideológico de oposición a este nacionalismo centralista para poder diferenciarse del régimen que heredaba (el franquista). Como si de un péndulo se tratara, la propaganda del nuevo régimen fomentó la absurda idea de que los nacionalismos periféricos habían de ser necesariamente demócratas porque se oponen al nacionalismo central que defendía el franquismo. Esta idea ha calado tanto que los nacional-sindicalistas del PSOE la han hecho suya y ahora son nacionalistas en Cataluña, País Vasco y Andalucía, por citar sólo tres ejemplos. Pero no se deje engañar, lector, la semilla del fascismo habita en toda forma de nacionalismo.
Hasta tal punto ha perdido el juancarlismo el control sobre su régimen, que uno de sus sostenes le desafía y le planta pulsos. El régimen no sólo es irreformable, ya es ingobernable. La carcoma y la podredumbre devoran la madera del taburete del rey.
El taburete del rey es el medio por el que, en palabras de Fernando Gómez, hemos pasado de la dictadura franquista a la coronada.