JUAN ZAMORA TERRÉS.
Cinco semanas llevamos aguantando el espectáculo de la vista oral sobre el naufragio del Prestige. Preside el evento un peculiar domador de camellos conocido en el foro por su estrafalaria manera de vestir. Junto a él, dos humanos silentes, bien tiesos, que de vez en cuando mueven el cuello y se aproximan al presidente para oir los, sin duda, jocosos comentarios de éste. Frente a este trío de figuras, dos filas enfrentadas de pupitres corridos donde toman asiento hasta 79 esforzados de la toga. Son muchos, pero como padecen una inclinación natural al absentismo, siempre hay en sus filas grandes huecos y ausencias.
Cierran la pista tres sillas desnudas y una silla arropada por un atril y un micrófono. En las sillas desnudas se sientan tres hombres cargados de arrugas, escaso el pelo, el gesto serio, fatigada la mirada. Dos de ellos llevan esos cascos que lucen los jóvenes para oir música tecno sin molestar, aunque en este caso, los utilizan para oír en griego lo que dicen en español los togados que les rodean. Ambos lucen altaneros una estampa fina y elegante. El tercero suple los cascos con una permanente mueca de hastío, como si estuviera a punto de soltar una blasfemia -¡Dios nos libre!- o un juramento escatológico. A diferencia de sus compañeros, el sincascos luce una barriga de peso medio que disimula tras una larga corbata que le llega, sentado, hasta más allá de la entrepierna. Se llama López, aunque le place que le llamen señor Sors, y un día tuvo mucho mando, mucha mano y a su voz de director general se rendían delegados regionales del Gobierno, ministros y subsecretarios. Los griegos sentados a su derecha son marinos, marinos griegos, capitán y jefe de máquinas de un petrolero malhadado que se llamaba Prestige. A los tres se les piden unas penas de cárcel disparatadas habida cuenta de los años de tierra que les quedan.
El espectáculo consiste en adivinar qué delitos han cometido entre el fárrago de preguntas, asertos, mítines y arengas que propinan el ejército de togados. Los organizadores del evento han previsto una gran audiencia mediática y han instalado numerosas cámaras de televisión y cuatro grandes pantallas que rompen el blanco inmaculado que han escogido para la decoración. Para ver el espectáculo en directo han situado unas filas de sillas bien separadas del lechoso escenario, ocupadas hasta ahora por unos cuantos marinos jubilados y unos pocos estudiantes de náutica y de derecho. Hace diez años, el petrolero Prestige sufrió una avería frente a las costas de Finisterre, un accidente marítimo nada excepcional. La autoridad marítima española urdió un plan de salvamento que consistía paradójicamente en hundir el buque. Un error. Un desastre. Los daños y perjuicios provocados por la contaminación del medio marino y de algunas playas y costas debieron haberse substanciado en dos o tres años mediante acuerdos o pleitos civiles, pero la autoridad marítima, enloquecida en el error, decidió meter por medio a la Guardia Civil y poner en marcha la maquinaria jurisdiccional. Una canallada y un negocio ruinoso.
Para aplacar la furia de la opinión pública, las autoridades detuvieron al capitán del petrolero, un marino manifiestamente inocente, el único personaje que durante el siniestro tuvo un comportamiento ejemplar. Con ese chivo expiatorio bien trincado, los responsables del desastre, los descerebrados que decidieron hundir el buque, impidieron que nos cuestionáramos cómo era posible aquello, quien había elegido para el puesto de autoridad marítima española a un individuo arrogante y prejuicioso que en condiciones normales no debió haber pasado de discreto inspector de buques; y que administración pública tenemos, miedosa y zafia salvo excepciones, incapaz de evitar la necedad desastrosa del director general; y qué sistema político soportamos, con ministros, secretarios de estado, subsecretarios y secretarios generales rodeados de una caterva de asesores y consejeros que a la hora de la verdad no sirvieron para nada, quizás porque se escogen en función de afinidades y favores que hay que saldar. En fin, que el director general de la marina mercante hizo lo que le dió la gana sin que nadie supiera impedirlo.
Todavía mucha gente cree que el director general de la marina mercante, López Sors, no es más que el cabeza de turco que se sacrifica para salvar el trasero de los ministros responsables, Álvarez Cascos, Matas, Arias Cañete, Rajoy y Fraga Iribarne, a la sazón presidente de la Xunta de Galicia. Siguen creyendo que hay política y políticos en este desgraciado país. Se equivocan. La verdad es mucho más patética y terrorífica. López Sors dió rienda suelta a sus prejuicios y causó el desastre del Prestige, más de mil millones de Euros tirados a la basura, ante la pasividad de ministros, diputados y altos cargos, inútiles para fajarse con los problemas, incompetentes e ignorantes de lo que aquel accidente nos iba a costar. Alvarez Cascos, ministro de Fomento; Matas, ministro de Medio Ambiente; Rajoy, vicepresidente del Gobierno; y Aznar López, presidente, no decidieron llevar el buque al quinto pino y “rezar para que se hunda”. Eso lo decidió el director general prejuicioso y pretencioso ante la pasividad de quienes debían haber impedido esa locura.
El juicio de La Coruña, inútil y tardío, no persigue conocer la verdad de aquel desastre. Sólo pretende, arrastrando a la Administración de justicia, alguna condena que deje incólumes las miserias de la casta política de este desgraciado país.