LUIS LÓPEZ SILVA.
La polémica definición de poder político siempre ha sido un tema de debate que ha generado demasiados enconos y crispadas tertulias, sobre todo, desde la famosa frase de Lord Acton al decir aquello de: “el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente”. Aunque antes ya, Montesquieu había escrito: “Es eterna experiencia que todo hombre que tiene poder tiende a abusar de él y sigue haciéndolo hasta que se encuentra con un límite”. Como vemos, el poder dentro de la historia de la experiencia social humana ha sido un instrumento de dominación del hombre por y para el hombre, sin contar aquí con los elementos psicológicos de motivación, consciencia o voluntad que a veces estructura las relaciones consentidas de mando/obediencia. Es decir, la dominación siempre existió, consentida o no. Por tanto, el poder se podría definir como la posibilidad o la capacidad de una persona o de un grupo de personas -que intenta conseguir sus propios fines- de coartar, ya sea por medios persuasivos o por medios violentos, a otras personas o grupos la elección de sus conductas prácticas y/o espirituales. No obstante, se puede observar que nuestra sociedad conlleva múltiples relaciones de mando/obediencia, siendo el mismo individuo el que alternativamente manda u obedece, no solo a causa de la jerarquía de las organizaciones complejas, sino también a causa de la multitud de sistemas sociales a los que pertenece cada cual.
Pero el meollo del poder en los sistemas partidocráticos, y en concreto el de nuestro país, radica en la conjunción inseparable Estado-partidos políticos, o más bien podría decirse, en la dominación-acaparación de las instituciones políticas del Estado por parte de los partidos políticos, lo cual, es hoy día una de las aberraciones que están desprestigiando y obstaculizando la tarea de civilizar al Estado para, a posteriori, democratizar la sociedad, ya que los individuos, cada vez en mayor número, tienen un sentimiento de impotencia, se sienten incapaces de influir en el desarrollo de los acontecimientos que les afectan y están convencidos de que su destino lo deciden fuerzas obscuras de una elite poseedora de los medios de producción y los medios financieros que, a la vez, deciden las estrategias geopolíticas, militares y económicas en connivencia con las subsidiarias fuerzas de la política. La historia de la crisis actual, es ejemplo lúcido de cómo se construye un andamiaje económico con columnas de papel, legislado en los parlamentos, y que a la postre, depara en una crisis; primero moral, en la que la laxitud de los principios de la decencia hallan su máxima expresión; y después económica, que poco a poco va despojando al ciudadano de todos sus derechos económicos y sociales hasta convertirlo en un súbdito económico sin recursos ni intelectuales ni materiales para defenderse de la corporación oligárquica que pretende establecer un gobierno pluto-partitocrático que dirige el poder con la autoridad del BOE en función de sus intereses y con los recursos fiscales que extrae de las capas medias y desfavorecidas de la población. Desde luego, todo una impostura política, moral y económica, que de no ser frenada, socavará aun más los débiles soportes sociales de la comunidad y lastrará inexorablemente la libertad política de los colectivos. Un poder político, que en palabras de Cesar Molinas, ha edificado un “capitalismo castizo” que solo genera mediocridad, abusos de poder y corrupción sin límite. Toda una verdad, que ha de preocupar a cada hombre de este país, ya que de su voluntad de concienciación y reacción contra el poder oligárquico, depende que la trama político-financiera continúe administrando tanto los derechos económicos y sociales como los derechos individuales, políticos e intelectuales del conjunto de la sociedad española. Pareto, autor del “Tratado de Sociología General”, admitía que la historia es la historia de la lucha de las clases y decía: “que a través de los siglos, los que detentan el poder y los privilegios de la fortuna cambian, pero que la explotación se prosigue”. Y esta es por desgracia la realidad política de la sociedad española, se turnan los partidos políticos en el poder junto con sus adláteres financieros, y unos y otros, cercenan el más mínimo vestigio de libertad o de autonomía política. Por tanto, ante tal escenario, es necesario plantearse estas dos preguntas que resumen la Ley de Bronce de la Oligarquía y nos obligan a desenmascararla. ¿Es compatible el poder de una minoría dirigente con la tesis de la voluntad general en el actual sistema de partidos?, ¿Es compatible la potencia de los financieros y las corporaciones industriales con la creencia en las instituciones representativas?