ANTONIO HERNÁNDEZ GIL.
“Abro los libros de derecho y de moral y, transportado por sus discursos, admiro la paz y la justicia establecidas por el orden civil y me consuelo de ser hombre sabiéndome ciudadano. Bien instruido de mis deberes, cierro el libro, salgo y miro a mi alrededor. Veo a pueblos desafortunados gimiendo bajo un yugo de hierro, al género humano aplastado por un puñado de opresores, una muchedumbre agobiada por las penas y con hambre de pan, mientras el rico bebe en paz su sangre y sus lágrimas y, en todas partes, el fuerte está armado contra el débil por el formidable poder de las leyes. Todo esto sucede apaciblemente y sin resistencia. Es la tranquilidad de los compañeros de Ulises encerrados en la caverna del Cíclope esperando a ser devorados. Extendamos un velo eterno sobre estos objetos de horror”.
Son sólo unos fragmentos manuscritos de Rousseau sobre los “Principios del derecho de la guerra” que redactó hacia 1758. Rousseau creía en el valor de la piedad para alcanzar el pacto de convivencia del Contrato social y se oponía al pesimismo de un Hobbes para quien el estado de naturaleza previo al orden jurídico estaba gobernado por el ansia humana de dominar a los demás. Aquel estado primigenio hobbesiano sólo podía conducir a una paz transaccional por el miedo de cada uno a los efectos dañinos del poder del otro: el origen de todas las sociedades duraderas no sería la buena voluntad hacia el prójimo, sino el miedo recíproco. Seguía diciendo Hobbes que “el temor a la opresión dispone a prevenirla o a buscar ayuda en la sociedad”, porque “no hay otro camino por medio del cual un hombre pueda asegurar su libertad y su vida”. El Estado, ese gran Leviatán con un alma soberana, surge de la búsqueda de seguridad. ¿Es la piedad o el miedo lo que mueve el mundo?
Siempre que el hombre ha buscado desentrañar los misterios de la vida con su razón, ha reflexionado sobre el miedo y su papel en la experiencia histórica. Aristóteles ya matizaba en su Retórica que sólo tememos aquello de lo que creemos que podemos escapar; o aquello de lo que nos hacen creer que podemos escapar. Sea la crisis económica o el rescate, que nos empeñamos en negar, jugando con las palabras, en lugar de afrontarlo. Spinoza definía en su “Ética” el miedo como “el dolor inconstante que resulta de la imagen de una cosa dudosa”, igual que la esperanza es “el placer inconstante que deriva de la imagen de una cosa futura o pasada que no sabemos si ha sucedido”. Si se elimina ese elemento de incertidumbre, el miedo se convierte en desesperación, y la esperanza en confianza. La consecuencia es que ambas emociones son interdependientes: no hay esperanza sin miedo, ni miedo sin esperanza. Un arma de doble filo. Mejor no jugar con ella alimentando esperanzas vanas acerca de una recuperación económica hoy impredecible y erradicar la ignorancia aun a costa de decir verdades que los gobernantes se resisten a reconocer para no correr el riesgo de verse responsables del mal en el mundo.
Sobre el miedo como instrumento de poder también teorizó Maquiavelo. Después de decir que más le vale al príncipe ser temido que amado, recomendaba a quien accediera al gobierno de un Estado que “ponga atención en los actos de rigor que le es preciso ejecutar, para ejercerlos todos de una sola vez e inmediatamente, a fin de no verse obligado a volver a ellos todos los días”. El príncipe deberá conducirse “de modo que ninguna contingencia, buena o mala, le haga variar, dado que, si sobrevinieran tiempos difíciles, no le quedaría ya ocasión para remediar el mal, y el bien que haga no redundará entonces en su provecho, pues lo mirarán como forzoso”. Nada nuevo bajo el sol.
Contemplamos hoy la impotencia de unos gobiernos con responsables minúsculos ante la magnitud de una crisis económica y social que no tiene precedentes en nuestra memoria. Improvisan medidas reactivas sin planes a medio o largo plazo, sin acertar a concertarse con otros gobiernos y con la sociedad civil para pactar las reformas que puedan llevarnos a una comunidad mejor ordenada y más justa; sin atreverse a cuestionar los fundamentos de un sistema que necesitan prorrogar para hacer frente a las urgencias del fin de mes. Hay un miedo existencial a la pérdida de lo que se tiene y a la incertidumbre de lo que viene. Para los políticos está en juego el resultado de las siguientes elecciones, cómo seguir financiando el gasto corriente con menos ingresos sin desmantelar las administraciones de las que viven, qué condiciones serán las del rescate-norescate que se imponga, o, simplemente, cuál la temperatura de la opinión pública en las encuestas con que preparan sus decisiones. Pero del lado de los ciudadanos la angustia tiene que ver con la continuidad del puesto de trabajo o del desempleo, la dependencia propia o de la familia, el acceso a la educación, a la sanidad y a los bienes y servicios mínimos para una subsistencia digna. Y tanta desesperanza, ya sin temor, cuando la miseria y la marginalidad se han instalado para quedarse a vivir entre muchos de nosotros.
La otra cara del miedo, desde el punto de vista social, es, como anticipaba Hobbes, la inseguridad. Y detrás de la inseguridad, por su carga demagógica, suelen llegar las políticas autoritarias. Autoritarias en su origen, nacidas al margen del diálogo entre las distintas fuerzas sociales, algo ahora imprescindible, al margen incluso de los procesos regulares de elaboración normativa en los parlamentos y de toma de decisiones en las instancias supranacionales. Y autoritarias en su contenido, orientadas a armar un Estado vigilante, de nuevo el gran Leviatán, que, en nombre de la seguridad, pretende a veces justificar la postergación de principios y valores constitucionales del Estado democrático y social de Derecho y el trato discriminatorio a los más débiles -no digamos ya a los extranjeros- vendido como una condición transitoria para la supervivencia de los demás.
A mediados del siglo XVII Europa atravesaba una crisis de identidad que tenía como punto neurálgico el posicionamiento de la sociedad frente a las monarquías absolutas y la Iglesia. De aquella crisis surgieron en poco más de un siglo la Ilustración, la Revolución francesa, el Estado moderno y el germen de una doctrina universal de los derechos humanos que no hemos sabido consumar. Un nuevo régimen. Para ello, algunos ilustres forjaron los conceptos que todavía hoy sostienen la sociedad moderna: Descartes, Pascal, Hobbes, Locke, Newton, Vico, Spinoza, Hume, Montesquieu, Rousseau, Voltaire, Kant; hombres capaces de sumergirse en lo más hondo de sí y de su entorno y también de alzar la mirada para suministrar los materiales de un sueño en el que los europeos, quizás inocentemente, seguimos. ¿Dónde están hoy? ¿No habrá en esta sociedad más poblada y más culta, mejor educada, pensadores bastantes para idear un futuro mejor y diseñar las instituciones globales que requiere una sociedad global, el atlas para un mundo difícil donde buscar la salida al laberinto?
Desde el privilegio de ser un ciudadano instruido en el antiguo arte del derecho, cierro el ordenador y miro a mi alrededor. Como Rousseau, veo a gente desesperada bajo el yugo de la pobreza, la profunda desigualdad de una muchedumbre agobiada por el infortunio, mientras algunos beben en paz la sangre y las lágrimas de otros y, en todas partes, el poderoso se siente a resguardo del débil por el formidable poder de las leyes. Todo esto viene sucediendo sin la resistencia que exigiría un elemental sentimiento de piedad. Extendamos un velo sobre este miedo que nos gobierna antes de que, junto a los compañeros de Ulises, seamos devorados en la caverna del Cíclope.