Tenemos ante nuestros ojos una España arruinada por la mayor deuda de su historia, dividida por la dejación criminal del presidente del Gobierno y del monarca, que han dejado pudrirse hasta el límite un golpe de Estado, con la mayor tasa de paro juvenil del mundo desarrollado y los que consiguen empleo con salarios que no permiten salir de la pobreza, con la más injusta distribución de la renta y la riqueza de Europa, y “donde los bancos controlan desde el Constitucional hasta los hospitales”, según Luis Garicano, coordinador del programa económico de C´s. Que un demagogo propagandista como Paul Preston, que se denomina a sí mismo historiador cuando no es más que un manipulador que utiliza los hechos a su antojo y realiza afirmaciones sin prueba alguna que las sustente, analice así ciertos episodios es algo que resulta pura y sencillamente repugnante.
Su último ‘remake’ alimenticio de la biografía de Franco es un insulto a la inteligencia y al rigor histórico. Como señala el más prestigioso historiador inglés de las guerras del siglo XX, Antony Beevor, en su obra ‘La guerra civil española’ (Critica, 2015), “la guerra civil española es la única excepción al hecho de que la historia la escriben los vencedores, en este caso la han escrito los vencidos”. Preston es un propagandista entusiasta aunque nada desinteresado de los vencidos, a quienes solo su “autodestrucción compulsiva y odio mutuo mayor que el que profesaban a Franco” y “la desastrosa conducción de la guerra que llevaron a cabo los comandantes comunistas y sus consejeros soviéticos” les llevaría a perder la guerra, algo que magistralmente documenta y describe.
Beevor termina su obra con una pregunta clave. ¿Qué habría ocurrido en caso de una victoria republicana? “Con un gobierno autoritario de izquierdas o abiertamente comunista, España habría quedado reducida a un Estado similar al de las repúblicas populares centroeuropeas y balcánicas hasta después de 1989”. Aunque esto a Preston le trae al pairo, ha encontrado en el odio a Franco un modo de vida especialmente lucrativo, no tanto por la venta de libros más bien escasa sino por las numerosísimas conferencias que los gobiernos de izquierdas y los separatistas le pagan con enorme generosidad. Negocio que ahora extiende a la defensa del separatismo catalán, que presumiblemente paga mejor.
Las grandes mentiras de la ‘memoria histórica’
No vale la pena molestarse en refutar las patrañas de Preston, pero para desmontar las grandes mentiras de la ‘memoria histórica’ del indigente mental Rodríguez Zapatero retomadas ahora por los perroflautas, resulta adecuado utilizar cuatro grandes descalificaciones que aparecen en una hagiografía de Preston publicada aquí el pasado miércoles. La primera: que “Franco (no) ganó la guerra con estrategias dignas de Napoleón”. Ninguna historia seria, empezando por la obra cumbre de Salas Larrazábal y terminando por el modesto Pío Moa, a quien la izquierda quiere encarcelar y quemar sus libros, ha comparado jamás a Franco con Napoleón. Solo el sectario Preston le degrada a “buen jefe de batallón”.
Franco no era Napoleón, pero jamás perdió una batalla. Su conducción de la guerra fue deliberadamente lenta, en razón a consolidar su liderazgo primero (renuncia al asalto directo a Madrid en septiembre de 1936 y desvío para liberar El Alcázar, “la defensa más heroica de Occidente”, en palabras de Henry Kissinger, el mítico secretario de Estado norteamericano), lo que le permitió pasar de ‘primus inter pares’ entre los generales alzados a la jefatura suprema del Estado. Y a reducir al máximo las destrucciones después, como explicó al embajador italiano Roberto Cantalupo, que lo relata en su libro ‘Embajada en España’ (Caralt, 1951). Las destrucciones en España fueron mínimas –40 de 50 capitales no sufrieron daño alguno y el resto, excepto Teruel y Oviedo (ambas por la República), escaso-, las comunicaciones sufrieron daños pero las instalaciones industriales y agrarias no.
La principal crítica fue su conducción de la batalla del Ebro, la mayor de toda la guerra. En contra de la opinión de sus generales, Franco se negó a lanzar una ofensiva desde Lérida y ocupar Cataluña dejando cercado al grueso del ejército de la República que había cruzado el Ebro. No lo hizo por una razón contundente: el temor a provocar un ataque francés (poco probable pero no imposible) por el que clamaban muchos miembros del Gobierno del Frente Popular en París, en cuyo caso se hubiera encontrado en una trampa mortal con Francia atacando desde el norte y el ejército del Ebro desde el sur. Prefirió destruir al último gran ejército de la República para después ocupar Cataluña sin oposición y llegar a la frontera francesa sabiendo que sin nadie a sus espaldas el Gobierno francés tendría que estar loco para atacarle.
“Que durante la segunda guerra mundial, Franco salvó a España al resistir valientemente las exigencias de Hitler para que entrara en el conflicto”. ¡Pues claro que salvó a España de entrar en la guerra! ¿Quién si no? Este tema está ampliamente documentado y zanjado por los historiadores. Franco no resistió “valientemente” sino ganando tiempo con la habilidad y sangre fría que le caracterizaban, ante 160 divisiones alemanas de élite en los Pirineos, y solo la suerte -la ‘baraka’ que le atribuían los moros- le salvó (nos salvó) por la mínima. Como demuestra Luis Suárez, un historiador con mayúsculas, en su reciente libro ‘Franco y el III Reich’ (La Esfera de los Libros, 2015), la orden de invasión estaba firmada y solo la intervención en los Balcanes para ayudar a Mussolini evitó el ataque. Franco salvaría además a 45.000 judíos, algo que no hizo ningún otro país.
Lo hizo no dejándose intimidar (“al otro lado de los Pirineos hay un millón de bayonetas”, diría), pidiendo la luna y diciendo que sí, que por supuesto se sumaría a la guerra cuando estuviera preparado (sic), pero exigiendo tales compensaciones territoriales (casi todo el imperio colonial francés del Norte de África) y materiales (trigo, petróleo, armas, etc), que Hitler no podía dar ni de lejos. Tan claro lo tenía, que en su entrevista con Mussolini en Bordhiguera desaconsejó a este su alianza con Alemania. Pero no solo Alemania, impidió también con la misma habilidad la ocupación de las Canarias por Inglaterra. Solo los demagogos propagandistas como Preston o Viñas mantienen esta y otras patrañas inauditas, ya que es mucho más rentable con izquierdistas, separatistas y perroflautas con acceso al presupuesto.
“Franco no es el autor del milagro económico”
“Franco (no) es el arquitecto del milagro económico de los años sesenta”. ¡Realmente grandioso!. O sea, que Franco, cabeza del régimen autoritario -el régimen fue ‘autoritario’ no ‘dictatorial’, algo que está zanjado también desde hace años por historiadores y sociólogos-, permite poner en marcha un Plan de Estabilización en 1959 que supone un giro político y económico de 180º con la liberalización interna y exterior, con una estructura y un sistema económico extraordinariamente gestionados que dan lugar a la “gran era de crecimiento de España”, en palabras de mi maestro y mejor economista de la segunda mitad del siglo XX Enrique Fuentes Quintana, y Franco ni se entera. Es el colmo del despropósito.
Franco sabía de economía lo que Rajoy y ZP; o sea, cero. Pero tenía el buen sentido de encargar el tema a quienes sí sabían y no a un hatajo de ignorantes
“La economía siempre es economía política, y la política económica que orienta la vida económica del país es parte siempre de la política general”, según apuntó Fuentes Quintana. Franco sabía de economía lo que Rajoy y ZP; o sea, cero. Pero tenía el buen sentido de encargar el tema a quienes sí sabían y no al hatajo de ignorantes de la última década, que más parecen sacados de una escombrera. Pero sobre todo, y esa es la diferencia esencial, el único objetivo de Franco era el crecimiento y la creación de una poderosa clase media que evitara para siempre cualquier conflicto civil. Todo lo contrario que la oligarquía nacida en la infausta Transición, cuyo objetivo es el enriquecimiento personal y el poder como sea, no para mejorar España sino para consolidar y enchufar a dos millones de familiares y amigos, el cáncer que está devorando España y destruyendo a la clase media.
Franco, aconsejado por Carrero, eligió a los competentes López Rodó, Ullastres y Navarro Rubio para dirigir la economía, que a su vez se rodearon de los mejores profesionales con total independencia de su credo político. Sardá, de ERC, y Fuentes Quintana fueron los autores del Plan de Estabilización. Cuando uno los compara con la basura de los Solbes, Montilla, Salgado, Sebastián, Álvarez, Pepiño, Chacón (que nombró JEMAD a un perroflauta para quien la política debe estar por encima de la ley) o los caraduras e ineptos Guindos, Soria, Mato, Báñez, Pastor (¡que ha llevado el AVE a su pueblo, Zamora! ¡Si será por dinero!), a uno le entran ganas de llorar. Fuentes me contaría entristecido cómo en los sesenta les dejaron gestionar la economía sin interferencia alguna. En 1977, los ‘demócratas’ le llamaron a gritos para solucionar el desastre que habían organizado, y nada más arreglarlo con los Pactos de La Moncloa, fueron a lo suyo (enriquecerse) y tuvo que dimitir.
En 1975, después de 15 años de crecimiento anual acumulativo en el entorno del 7%, a España no la conocía como diría Guerra “ni la madre que la parió”. De nación subdesarrollada en 1959 a octava potencia económica del mundo. De una renta per cápita igual al 59% de la media de los países centrales de la UE (CEE-9), a un 81,4%, que 40 años después la oligarquía política ha reducido al 73,2%. “En solo 15 años consiguen un aumento de la renta per cápita muy superior al de los 100 años anteriores”, según el Banco de España; un logro único en Europa, y Preston ni lo menciona. Esto es lo que despectivamente llaman la izquierda y los ineptos y cobardes de la derecha, culpables ambos del desastre actual, “desarrollismo”. ¡Pues a ver si dejáis de robar y traéis un poco de desarrollismo, que buena falta nos hace!
Y por último, el otro mito es que “Franco previó y fomentó la transición a la democracia”. Pues no, porque Franco creía (y acertó de pleno) que un sistema que temía oligárquico de partidos, hundiría todo lo que el pueblo español había conseguido levantar con sangre, sudor y lágrimas. Y sí, porque tenía la cabeza muy clara y sabía que la única alternativa a su muerte era una democracia. Hay dos hechos esenciales que lo prueban y que Preston ignora, como todo lo que no avale su rentable odio a Franco: el primero contado por el rey Juan Carlos y el segundo por Suárez. Juan Carlos le pidió un día consejo sobre cómo gobernar España y Franco le respondió: “En eso no puedo ayudaros, alteza, porque vos sois muy diferente a mí y porque el mundo actual nada tiene que ver con el que yo conocí, así que gobernad según vuestro mejor criterio, pero sobre todo mantened la unidad de España”.
Franco nunca creyó en la democracia, pero era un pragmático que no se dejaba llevar por ensoñaciones y sabía que otra forma de gobierno era imposible
A Suárez, siendo secretario general del Movimiento, un día Franco le pregunta: “Oiga, Suárez, me dicen que usted cree firmemente que a mi muerte solo será posible la democracia, ¿es cierto?”. “Así es, excelencia. Y no es que lo crea, es que no existe otra alternativa”, respondió. Franco guardó silencio unos momentos y luego dijo: “Es también lo que pienso y crea que he meditado mucho sobre ello, pero bueno, si ha de ser así, al menos procuren ustedes que ganen los nuestros”. Esto me lo relató personalmente Fernando Abril, el hombre que mejor podía saberlo. Franco nunca creyó en la democracia, pero era un pragmático que no se dejaba llevar por ensoñaciones y sabía que en un mundo de democracias otra forma de gobierno era imposible. Que los golfos de la Transición afirmen que ellos trajeron la democracia, es un insulto a los españoles.
Por cierto, Preston ha donado parte de sus archivos a los separatistas catalanes, el nuevo objeto de su devoción, que los han depositado en el Monasterio de Poblet como si fueran textos sagrados (!!!!). Desconozco si a cambio de un generoso pago, pues como me explica mi gran amigo César Vidal desde su exilio, “es muy habitual entre ciertos autores entregar los libros y documentos que estorban o ya no caben en casa a una institución pública a cambio de una generosa contraprestación económica con cargo al presupuesto”.