JESÚS CACHO.
El viernes hubo noticia del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), con el barómetro de abril reflejando la caída de apoyo ciudadano al Partido Popular. El 34% de los encuestados estaría ahora dispuesto a votar PP, casi once puntos menos que el 44,6% obtenido en las elecciones de noviembre de 2011 y uno menos que el registrado en la encuesta de febrero. Conclusión: el PP sigue sin tocar fondo. No es mejor la situación del PSOE que, con una intención de voto del 28,2%, se sitúa incluso por debajo de 28,7% obtenido en las últimas generales, al punto de que, incluso en plena caída del PP, los populares aumentan un punto más -hasta los 5,8- la distancia que les separa de los socialistas en relación a febrero. Si tenemos en cuenta que en paralelo se consolida la tendencia al alza de Izquierda Unida (IU) (estimación de voto del 9,9%) y UPyD (7,4%), la pregunta está servida: ¿estamos ante el principio del fin de ese bipartidismo entre el centro derecha y el centro izquierda que parecía llamado a perpetuar el régimen político salido de la transición?
El jueves, con motivo de la fiesta del 2 de mayo, supimos también que si ahora se celebrasen elecciones en la Comunidad de Madrid el PP perdería la mayoría absoluta (se quedaría con el 35,2% de los votos, frente al 51,7% obtenido en 2011 -16,5 puntos de retroceso-, lo que significa que de 72 escaños pasaría a 54), cediendo el que ha sido su principal bastión electoral durante muchos años. Como a escala nacional, tampoco en Madrid el PSOE recogería los votos perdidos por los populares (descenderían 6,1 puntos y se quedarían con un 20,1% de las papeletas -30 escaños, 6 menos que ahora-), hasta el punto de registrar los peores resultados de los 30 años de historia autonómica. Los ganadores vuelven a ser IU, que se quedaría a 1,2 puntos del PSOE, y UPyD, que doblaría escaños (de 8 a 16).
El panorama someramente descrito dibuja un horizonte de futuro más que preocupante para las dos grandes formaciones políticas españolas, convertidas en las muletas con las que el régimen de monarquía parlamentaria ha caminado, con la ayuda puntual de los nacionalismos de derechas catalán y vasco, desde la muerte de Franco hasta su agotamiento por consunción actual, fenómeno que la historiografía del futuro fechará en torno a finales de 2012-principios de 2013, en la zona de valle de la mayor crisis política y económica de las últimas décadas, y se convierte en un interrogante más, y no precisamente nimio, de los muchos que ensombrecen el futuro español, un futuro que hoy más que nunca parece concretado en la necesidad de diseñar un marco de convivencia estable, por la vía de la reforma en profundidad de la Constitución de 1978, capaz de asegurar la paz y la prosperidad colectiva para los próximos 30 ó 40 años.
Es evidente que la situación por la que atraviesan los dos grandes partidos no es una casualidad, sino el fruto ganado a pulso de esa “partitocracia” que se ha distinguido por su capacidad para despachar leyes que ni respeta ni hace respetar, su casi total ausencia de democracia interna, y la corrupción derivada de un sistema de financiación que unos y otros han vulnerado a conciencia. Más que en instrumentos para mejorar la sociedad se han convertido en medios de vida de unas elites que, refractarias al cambio, han hecho del mantenimiento a ultranza del estatus quo su razón de ser. El esquema ha terminado por expulsar de la política a los mejores, colocando en las cúpulas a bienintencionados –en el mejor de los casos- ciudadanos mal pertrechados desde el punto de vista intelectual y de gestión para afrontar los retos a los que debían enfrentarse tras las contiendas electorales. La comparación a estos efectos de los primeros presidentes del Gobierno con los últimos parece una prueba irrefutable de ese deterioro, sin que ello signifique que los primeros fueran unos genios.
El juego de las reformas cosméticas
Se entiende la frustración de tantos y tantos votantes del PP, un partido que parecía llamado a reeditar el buen hacer demostrado en 1996, con los más pobres resultados logrados hasta el momento porMariano Rajoy. Más que las querellas internas que siguen enfrentando a los titulares de Economía y Hacienda, más que la ausencia de un vicepresidente económico con una voz única, más que las incoherencias y las dudas, lo que ha resultado determinante en estos 17 meses de ejercicio del Poder ha sido la dispersión doctrinal de que ha hecho gala el Ejecutivo, aunque tal vez cabría hablar de ausencia de ideología. En el cajón de sastre del PP se incluyen familias políticas que van desde el centro izquierda a la derecha dura, lo que ha dificultado la adopción de un hilo argumental sólido en la acción de Gobierno. El hombre que corta el bacalao de la política fiscal –convertida en la bicha que tantos economistas de izquierda y de derecha censuran-, Cristóbal Montoro, es el representante del ala socialdemócrata del partido. Pero el jiennense no es un bicho raro en el PP, antes bien, representa el consenso, el equilibrio básico de la formación a la hora de elegir entre opciones de política económica distintas. Todas las derechas europeas son de algún modo socialdemócratas, porque las sociedades a las que representan lo son. Aferradas a unos Estados del Bienestar solo financiables en época de boom, se niegan a ajustar de verdad, jugando a escaquearse con reformas más o menos cosméticas. En ese cruce de caminos se halla Montoro.
A mediados de abril del pasado año dijimos aquí que “El Gobierno Rajoy no ha dado con la tecla”. Doce meses después, bien podría decirse a la luz de lo ocurrido que ha tocado la tecla equivocada. Se lo acaba de decir la ex presidenta de la CCAA de Madrid, Esperanza Aguirre: “economistas y políticos están de acuerdo en que la recuperación económica pasa por la reducción del déficit público. Pero hasta ahora se ha intentado reducir aumentando los impuestos, y la experiencia de estos meses ha demostrado que esas subidas no han servido para incrementar los ingresos. Por tanto, ha llegado la hora de explorar la otra variable del déficit: la reducción de los gastos, como estaba previsto en el programa electoral del Partido Popular. Y reducir los gastos supone en primer lugar, acometer una reforma radical y sin precedentes de las administraciones públicas”.
Reducir impuestos y recortar gastos, reproduciendo la fórmula de éxito de 1996 que permitió la incorporación de España al tratado de Maastricht. Ocurre, sin embargo, que los desequilibrios macro del 96 tienen poco que ver con el actual agujero de las cuentas públicas. Ya no valen los recortes cosméticos: ahora es obligado reducir el perímetro del Estado si queremos aminorar el peso del sector público para que llegue el dinero a familias y empresas y se empiece a mover la rueda de la economía. No parece haber alternativa por la izquierda a las soluciones liberales. Desde luego no lo es la oferta “modelo soviético” que propone IU, y tampoco parecen serlo las fórmulas socialdemócratas basadas en el aumento del gasto público y la subida de impuestos que propugna el PSOE y que, muy grosso modo, ha venido poniendo en práctica el Gobierno Rajoy. La salida está en adelgazar el Estado vía reformas estructurales y bajar impuestos. En suma, tratar de crear riqueza, en lugar de empeñarse en repartir miseria.
Ni diligencia ni inteligencia
En esta tesitura, el nuevo cuadro macroeconómico presentado por el Ejecutivo el pasado 26 de abril viene a suponer el reconocimiento del fracaso de la acción de Gobierno, al asumir que no será posible reducir la tasa de paro por debajo del 25% en la legislatura. Ese cuadro, que en esencia viene a alargar la salida de la crisis, desprende un tufillo fatalista difícil de entender en un Gobierno con mayoría absoluta. Es obvio que se trata de unas previsiones deliberadamente pesimistas, pensadas para poder “vender” con ventaja cualquier mejora futura que se produzca de la situación. Y a fe que puede producirse, puesto que hay variables, incluso nuevas, que siguen apuntando a un cambio de tendencia en el curso de la crisis.
Ese es el peligro. Con la prima de riesgo por debajo de los 300 puntos, la rebaja de tipos del BCE –que no contribuirá por sí misma a generar empleo-, y la vuelta del capital extranjero, el Gobierno Rajoy puede verse tentado a entregarse a su deporte favorito, que no es otro que el de procrastinar las decisiones, dolorosas por esenciales, que, vía ese redimensionamiento del Estado, deberían permitir sentar las bases de un crecimiento sano y sostenido. Se trata de fiarlo todo a la política del “con un poco de suerte”, a la que se aludía aquí el pasado domingo. Por desgracia, son mayoría los votantes del PP que consideran arruinado el gran objetivo popular para esta legislatura, que no era otro que el de ajustar con rigor durante los dos primeros años, y crecer y crear empleo durante los dos últimos, sobre la base de aplicar aquella fórmula salida del magín del gran Baltasar Gracián, según la cual “la diligencia hace con rapidez lo que la inteligencia ha pensado con calma”. Ni diligencia, ni inteligencia.
El fracaso –a menos que lo que resta de Legislatura demuestre lo contrario- del PP a la hora de sacar a España de la crisis y la dramática pérdida de prestigio (40.000 afiliados han abandonado el PSOE desde que lo lidera Rubalcaba, según contaba ayer sábado este diario) de nuestros dos grandes partidos, colocan el futuro español en una encrucijada no necesariamente mala. A estas alturas y salvo milagro en contra, parece una obviedad decir que el PP no volverá a repetir mayoría absoluta, y que las posibilidades de Rajoy de gobernar durante una segunda legislatura pasan por un acuerdo con UPyD, más que complicado a la luz del maltrato al que el presidente suele someter a su líder, Rosa Díez. En esa alianza, es decir, en UPyD y en su programa de reformas democráticas reside hoy la esperanza de muchos españoles conscientes de que, por muchos equilibrios que se hagan con las variables macro, por llamativas que sean las piruetas que ahora, a buenas horas, intenta el Monarca colocándose al frente del establishment, no puede haber salida de la crisis económica si al mismo tiempo no se aborda la superación de la crisis política terminal que atenaza al régimen salido de la transición.