Javier Benegas

JAVIER BENEGAS

En 1978, un colaborador de quienes confeccionaban la actual Constitución Española, salió dando un portazo de una de tantas reuniones informales, maldiciendo y preguntándose a sí mismo en voz baja: “¿Cómo van a traer la libertad a España estos burócratas si su manera de pensar y sus intereses particulares son incompatibles con la esencia misma de la democracia?”.

Para completo desconsuelo de aquel espectador de excepción, el 6 de diciembre de ese mismo año la tropelía fue ratificada por el pueblo español, que votó favorablemente la llamada Constitución Española, la cual entraría definitivamente en vigor el 29 de diciembre.

El referéndum se planteó en términos tan simples como infalibles: espada o pared. Es decir, seguir en un franquismo sin Franco, al albur de tensiones crecientes y condenados al ostracismo internacional o votar a favor de aquella “Constitución” que, sin el debido Proceso Constituyente, había sido confeccionada por un reducido grupo de tecnócratas apadrinados por el Rey. Todos, de una forma u otra, herederos del franquismo y poco o nada demócratas, tal y como acertadamente señaló en su día el personaje del inicio de este artículo.

Aquel proceso político, proyectado inicialmente en 1972 por la administración de Richard Nixon (Yorba Linda, 1913) y posteriormente tutelado por las amas de llaves de Estados Unidos en Europa, es decir, Francia y Alemania, dio carta de naturaleza a una dictadura de partidos que ya en 1992, solo catorce años después de aprobada la Constitución, había convertido al gobierno central y sus centrifugadoras, las autonomías, en monstruosas máquinas de corrupción.

La democracia es un sistema de poder, no una ideología

Como primera providencia, en el Capítulo 1 del Título preliminar, siguiendo la tradición paternalista del franquismo, a la Constitución de marras se le confirió un carácter prusiano: “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho”. Y así, en detrimento de la democracia formal, se alumbró otra ideologizada y falsamente solidaria, sometida a los designios de los jefes de los partidos, meras correas de transmisión de las viejas oligarquías. ¿Pero acaso nos importó?

Por supuesto que no. La idea del Estado social, con su atomización de la Libertad en pequeñas y manipulables libertades y con sus grandilocuentes derechos a la sanidad y educación públicas y al trabajo y a la vivienda digna, resultaba mucho más sugestiva y populista que la democracia formal, tan llena de obligaciones y líneas rojas que se antojaba una madrastra antipática y fatigosa empeñada en ponernos un montón de tareas.

Treinta y seis años después, y pese a que en apariencia existe un cierto consenso respecto a que nuestro sistema político tiene muy poco de democrático, a juzgar por el tipo de movilizaciones y las demandas ciudadanas, no parece que se haya identificado el error, pues en realidad no se exige la instauración de una democracia formal desideologizada, sino salvar a toda costa el Estado social, de tal suerte que los ciudadanos-votantes siguen comportándose como clientes de los políticos, dispuestos a intercambiar su apoyo y su voto a cambio de servicios, subsidios o, en su defecto, determinadas interpretaciones ideológicas.

Es precisamente esta actitud lo que ha permitido manejar a los partidos cada vez mayores recursos y convertir el sistema de poder en una máquina de expropiación y redistribución de la riqueza, en el que el latrocinio, como no podía ser de otra manera, ha pulverizado todos los registros. Modelo político devenido en modelo de corrupción que, al final, nos ha dejado a los pies de unestablishment donde mandan los grandes banqueros, dueños ya, por la vía de la deuda, de las grandes inmobiliarias, grupos industriales y de ingeniería, cajas de ahorro y medios de comunicación. Lo peor, con todo, es que los españoles no solo lo hemos consentido sino que ahora, además, pedimos doble ración.

La verdadera revolución pendiente

Desde este blog venimos defendiendo y argumentando que la salida de la crisis solo será posible si España se transforma en un Orden de Libre Acceso, a la política y la economía. Y que tal cosa pasa inevitablemente por el establecimiento de una democracia formal y auténtica, sin ideologizar, donde los representantes políticos se deban a los ciudadanos y no a sus jefes de filas, donde exista una separación de poderes y un sistema de contrapesos y mecanismos de seguridad que impidan al gobernante secuestrar las instituciones y donde nadie, ni siquiera el Rey, esté por encima de la Ley. Esa y no otra es la revolución pendiente.

Entretanto los ciudadanos se aclaran, a todos aquellos que aún hoy tienen la desfachatez de afirmar que en España “vivimos en democracia”, les propongo que jueguen con la siguiente tabla de Mungiu-Pippidi, Alina (Contextual Choices in Fighting. Corruption: Lessons Learned. p. 36) e identifiquen en ella las características que más se correspondan con nuestro modelo político. No hace falta que revelen el triste resultado de sus pesquisas, pues es seguro que pese a todo no van a dejar de mentir. Pero eso es lo de menos. Lo importante es saber hasta cuándo los españoles seguirán engañándose a sí mismos y traicionando la verdadera causa de la Libertad a cambio de esa eterna promesa que uno tras otro han pronunciado y pronunciarán los gobernantes del mundo: “Pan, trabajo y techo para todos”.

Regímenes de gobierno y sus principales características

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