BORJA LUCENA GÓNGORA.
En sus prodigiosas memorias tituladas “Mi siglo”, el exiliado polaco Aleksander Wat recorre, sobre palabras redondas y bellísimas, la centuria más siniestra y hostil para los hombres, es decir, el siglo XX (dejando aparte, por ahora, el actual). En sus páginas desordenadas, como desordenada es la memoria del que cuenta toda una vida que ya se escapa, relata su temprana adhesión al comunismo y su también temprana certidumbre de que esa secular religión política constituyó la más aguda enfermedad del siglo, una enfermedad que, por cierto, fue seguramente más virulenta entre los intelectuales que entre el resto de los hombres, ya que somos nosotros, los así llamados “intelectuales”, los que sentimos en el subconsciente la necesidad de recurrir al monoteísmo (…) experimentamos la necesidad apremiante e irresistible de procurar que nuestras opiniones políticas, nuestras opiniones sobre la vida e incluso nuestra práctica sean acordes, que se apliquen y pertenezcan a un solo mundo. Y el nacionalsocialismo. En algún pasaje se refiere al comunismo como a un demonio que se ha hecho presente en el tiempo humano, oscureciéndolo con las pinturas más sombrías. El demonio de la Historia.
(…) comunismo es un problema de exteriorización. El comunismo es enemigo de la interiorización, del hombre con vida interior (…) para insertar en el alma el decálogo comunista hay que matar previamente la vida interior del hombre.
El comunismo (…) significa la socialización a través de la desocialización. Responde a la idea de terciar, es decir, donde sois dos, yo me meteré entre vosotros. (…) es espacio, espacialización (…) de ahí que el número y las matemáticas sean tan importantes.
Sobre Stalin tiene observaciones que se elevan con la gracia de aforismos de una psicología precisa y sorprendente:
Un hombre que inculca una manía gigantesca a todo un imperio no puede ser un maníaco
Wat relata muchas cosas, y cita muchos nombres ahora imposibles de recordar. Habla de su huida de Polonia ante la ocupación nazi, y de su consecuente bienvenida a las cárceles infinitas de Stalin; de su larga estancia en la temible prisión de la calle Lubianka en el Moscú amenazado por la cercanía de los alemanes; de su destierro al sinfín interior de Asia, de su deambular por Alma-ata, Sarátov, Ili. Tiene tan poco tiempo por delante -y de hecho morirá pocos años después- que se para con delectación a describir la dura y dulce consistencia de los terrones de azúcar que un compasivo médico soviético le dio secretamente, o a iniciar Un amplio tratado sobre la psicología de las chinches. Habla mucho de los hombres que se encuentra, de los prisioneros con los que comparte celda, de los inspectores de NKVD -la temible policía política heredera de la Cheká leninista-, de los carceleros, de los médicos, de las familias que buscan a los desaparecidos sin llegar nunca a enterarse de nada; atraviesa las numerosas mezquindades de los polacos perdidos en el inabarcable imperio ruso, sin ahorrarse las suyas propias, y también la ocasional y repetida grandeza de tantos que no dejaron morir la llama del “hombre interior”. Esa grandeza nos es mostrada por Wat, de forma sorprendente para los maniqueísmos habituales, tanto entre las víctimas como entre los carceleros, y se da el caso de que, según su parecer, una de las mejores personas con las que se encontró fue el interrogador y encargado de su proceso en la cárcel de Lubianka. Sobre todo, enaltece a los médicos soviéticos, que, viviendo en el sistema más feroz, lo trataron casi siempre con desesperada dulzura. El paisaje que detalla está lleno de contrastes, de bruscas discontinuidades, de complejidad y de amor.
Entre todo ese abigarrado cuadro, Watt cita de pasada algún nombre español, creo que exactamente dos; con ello nos ofrece, quizás inadvertidamente, una curiosa tipología implícita, y quizás alarmante, de los españoles:
Es inescrutable el alma de esas mujeres fanáticas, de las santas Teresas del comunismo, especialmente la de la Pasionaria.
¿Conoces aquella anécdota sobre Unamuno según la cual éste pasa junto al Ateneo en compañía de -si mal no recuerdo- Borojo (sic.)? Dentro hay una reunión, la puerta está abierta de par en par, los oradores discursean apasionadamente y el público también está que arde. Y dice Unamuno: “Me apetece tomar parte en el debate”. “¿Sabes de qué va la cosa?”. “Me da igual, voy a estar en contra”.
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