RAFAEL MARTÍN RIVERA.
El cambio de la prensa escrita a la prensa digital nos ha traído una figura que parece sacada de los cosos taurinos de otros tiempos: «el columnista espontáneo». El público lector ya no se limita a comentar con otros, lo bueno o malo de un artículo, su conformidad o no con las ideas del autor, sino que improvisa una muleta, salta las tablas, corretea por el albero y demuestra su impericia ante un morlaco que desde el tendido le parecía cosa de poco. Entre el público expectante, unos le jalean como héroe, otros lamentan el ridículo y los menos se preocupan por su integridad en un grito ahogado de histeria colectiva.
Esa pequeña ventana reservada a los «comentarios», son esas tablas y ese callejón que apenas separan al autor de un artículo de sus seguidores o detractores, y que el espontáneo no duda en rebasar para publicar su propia columna de parrafadas interminables. El columnista espontáneo no asume ninguna responsabilidad ante el público lector ni arriesga nombre ni imagen, escudándose en la sombra de un pseudónimo, su nombre de pila o el del vecino, una viñeta que cuelga a modo de fotografía ocurrente o simplemente bajo la firma de «anónimo», para poder escribir como buenamente sabe lo que se le viene a la cabeza, pasando por la machacadora de piedra el Miranda Podadera –del que no habrá oído ni hablar– y hasta la última edición del diccionario de la RAE.
El artículo que con paciencia, esmero y ahínco, entre lecturas y citas, haya de trabajar el autor –con más o menos acierto– buscando la armonía de ideas y conceptos, la estructura de párrafos y frases, cual torero entregando su esfuerzo, fama y arte ante toro que arrechucha bizqueando, queda sumergido en la réplica farragosa y descuidada del columnista espontáneo, que goza del privilegio del «ahí queda eso» para bien o para mal, descontextualizando frases y llevando a su terreno una faena que habrá de dejar al morlaco averiado para el resto de las suertes. Tan es así que, tras leer la columna espontánea, el intimado autor haya de dudar del propio criterio de su artículo: «¿Pero eso lo habré dicho yo?», se preguntará atónito.
En su atrevimiento temerario, el columnista espontáneo, llevará la lidia hasta los extremos de lo inimaginable, aconsejando con vehemencia a diestro y cuadrilla sobre esto o aquello, y bien que no haya cogido muleta ni capote en su vida ante toro alguno, espetará con la convicción de maestro consagrado en toda clase de cosos cómo habrá de hacerse la suerte de turno.
Tampoco dudará nuestro egregio personaje en proferir algún improperio del tipo «tú, no tienes ni idea», o cosas peores que no es menester repetir aquí. Perdido en su afán mesiánico de «apuntador interpelado» que haya de librar al público de la ignorancia del guión, ante lo que él considera «morcilla» sin ninguna gracia, hará prevalecer su deber de sabio, y se permitirá incluso empezar su columna con frases del estilo: «Contestaré con este otro texto», como si de diálogo se tratara, y el autor le hubiera dedicado su artículo en un ataque de romanticismo extemporáneo.
La cosa termina en un monólogo absurdo entre desconocidos, lamentablemente enfrentados pese a la distancia, donde las más de las veces no hay respuesta ni contrarréplica. Monólogo absurdo bien alejado de la originalidad, amabilidad y brillantez que pudiera imaginar Don Enrique en su «Eloísa está debajo de un almendro» entre unos locuelos simpáticos, y que el oso Mussolini de «¡Espérame en Siberia, vida mía!» –a la sazón autor del artículo– se limitará a concluir con aquel «Gracias, muchas gracias… Es favor que usted me hace…» Don Poresosmundos al apostillar mi columna semanal.
Y es que, muy a su pesar, al autor se le exige y se le presume, en sus palabras y trato, una cortesía frente al columnista espontáneo que no habrá de exigírsele a éste frente a aquél. Don Poresosmundos no responde ante nadie: es libre de hacer y decir lo que guste con el tono que estime más conveniente. Y el amable oso Mussolini, con el beneplácito de la afición, agradecido por la atención prestada –aún siendo arisca–, seguirá haciendo el oso en su columna semanal.