Conocí a Antonio García Trevijano en una memorable cena de Jueves Santo que ofreció una inteligente anfitriona: Cristina Ordovás. Acudí junto a Matías Díaz Padrón, conservador del Museo del Prado y el mayor especialista del mundo en Rubens. La sobremesa fue una espontánea y desinteresada tertulia sobre Arte, algo inédito en España, país cuyo dial está saturado por la política de baja estofa y el altisonante chismorreo. De él tenía apenas unas vagas referencias sobre su figura a propósito de la Transición, en las que afloraba como icono frustrado de una futura República Constitucional tras la muerte de Franco. Político y jurista, antes de esa velada no adivinaba que este venerable prócer que jamás ha catado el poder escondía una fina sensibilidad plástica y un conocimiento no menor en filosofía. Leyendo “Ateísmo Estético, Arte del Siglo XX. De la Modernidad al Modernismo” (Ed. Landucci) creo no exagerar si defino a Trevijano como uno de nuestros grandes pensadores y teóricos del Arte de ese siglo que tan certeramente describe en su libro.
No me guían en mi caso afinidades ideológicas, ni siquiera estéticas. Si acaso, me consideraría más cercano a las teorías y ensayos de Simón Marchán Fiz, José Luis Brea, Valeriano Bozal o Jaime Brihuega en su reconocimiento de las vanguardias artísticas y las innovaciones plásticas. Pero es precisamente en eso en lo que radica el tino del libro: remueve conciencias, sacude clichés, zarandea tópicos y cimenta sus ideas con una frescura y una agilidad literaria y argumental con la que no es difícil vaticinar que “Ateísmo Estético” será un volumen que en los años venideros va a hacer temblar primero y socavar después los cimientos mismos del arte contemporáneo.
Trevijano hace un repaso por la evolución de los criterios del gusto y de la belleza, la razón del arte, la expresión estética y el arte de mirar y de pensar. Descrita en trazo grueso, su tesis apunta como las vanguardias, guiadas por su afán en destruir un siglo plagado de desastres bélicos y atrocidades humanas, idearon una nueva forma de expresión que rompiera con el pasado y dibujara un futuro sobre nuevos presupuestos artísticos. Fueron elitistas e incomprendidos pero a la larga lograron lo que no se proponían: que el acceso a la obra de arte se hiciera popular y masivo sin importar demasiado el canon anterior del gusto ni la necesaria preparación hacia el mismo. Los impresionistas fueron los que tiraron la primera piedra y luego vendrían los demás, guiados por Picasso y los surrealistas y culminando con el “ready made” de Marcel Duchamp. Perdida la referencia del arte clásico, el olvido de los Medicis o Donatello, el escultor que aún hoy conserva la esencia del esplendor de toda una época, sobreviene el cataclismo. Si algún día se diera a conocer el bajorrelieve en bronce con el retrato del hijo de Lorenzo de Medicis, obra inédita desvelada por J. A. Forte en su libro “Donatello modela la infancia” (Ed. El Viso), quizás pudiéramos apreciar esos viejos valores en los nuevos odres de la modernidad.
El autor repasa a clásicos y contemporáneos en arte y filosofía con la autoridad de quien los ha saboreado en toda su magnificencia. De hecho, uno descubre gratamente que este “Ateísmo Estético” es en realidad una antífrasis, pues no hay mayor creyente en la belleza que Trevijano y esta por fortuna alcanza también a Malevich, Moholy-Nagy o Francis Bacon en sus respectivos estilos y disciplinas. Imposible reseñar brevemente lo mejor de su relación onomástico-artística, de la que carece el libro en un imperdonable yerro de sus editores, pero que ayudaría aún más como guía y consulta precisa para los que vamos a incorporarlo como volumen de cabecera.
Trevijano no es de este mundo ni de esta época, para desgracia de sus contemporáneos, cuyo establishment lo ignora o ningunea. Me parece a mí que él prefiere dialogar en este libro con Nicolás de Uzzano o con Cosme de Medicis, de los que me atrevo a vislumbrar perfiles propios en su carácter indómito, autodidacta, soñador y hombre de acción, como pueden apreciar a diario sus oyentes en Radio Libertad Constituyente o los lectores de su Diario de la República Constitucional. La República de Florencia en el siglo XV es el hábitat natural de este incombustible romántico que lee a Maquiavelo e intentó organizar una España a la que podría parecerse algún día tras la defunción –en la cama– del sistema opresor anterior. Al igual que le ocurrió al notario Trevijano en su juventud, Cosme de Medicis también padeció cárcel y sólo su guardián Federico Malavotti consiguió hacerle comer algo porque temía ser envenenado, como le había ocurrido al joven pintor Masaccio unos pocos años antes tras pintar “El Tributo”. Este fresco siempre me ha parecido que quizás albergue los secretos de su asesinato. Aún hoy retumba en mis adentros este crimen cuando oigo en la prensa que el cianuro acabó con la vida del empresario británico Neil Heywood cuando pretendía destapar los manejos financieros de su amigo, el dirigente comunista chino Bo Xilai. O cuando el ruso Alexander Litvinenko fue envenenado misteriosamente con polonio. Pero Trevijano, que es uno de los pocos españoles que cree en sus principios y no tiene miedo a difundirlos, nos obsequia ahora en el Arte con la misma lozanía y renovación que pretende para la política.
Tengo para mí que, por su carácter, a Trevijano le persigue una kafkiana rémora de malentendidos de los que no se desembarazará nunca porque los propagan quienes no lo han conocido ni leído, que son la mayoría. O los que habiéndolo hecho, prefieren el refugio algo miserable del interés propio y el arte de lo posible. O simplemente discrepan. Se habla mucho de sus defectos humanos, que van del mesianismo –en el sentido menos peyorativo de la palabra– al egotismo o la grandilocuencia, pero nadie proclama sus virtudes, entre ellas –y no es baladí en estos días– la generosidad hacia el desvalido, la tolerancia hacia las ideas adversas, la educación en el trato y el civismo en los principios, de los que hace constantemente gala y bandera en deliciosa conversación. Pero a mí lo que me ha enamorado de Trevijano no ha sido su ideario sino su “Ateísmo Estético” que, el día en que se lea en España y se desmoronen los prejuicios, le hará emerger no como excelente notario y jurista –que lo tiene acreditado–, ni siquiera como lúcido crítico político y “outsider” –uno de los pocos que dejan obra escrita de su puño y letra–, sino como el filósofo y teórico del Arte que no fue valorado en su tiempo en la justa medida en que sus textos lo encumbraban. ¿Un idealista? Quizás solo un hombre aseado en sus ideas durante unos sucios tiempos de confusión, cólera y consumismo.
Federico Utrera