LUIS LÓPEZ SILVA.
La educación, como otras muchas disciplinas, puede ser dilucidada básicamente de dos modos; una, cuando la identificamos como concepto abstracto infiltrada en las diversas corrientes pedagógico-filosóficas, e integrada por tanto, dentro de los análisis especulativos que tanto gustan a las escuelas de pensamiento, es decir, pensar la educación; dos, entendida como Sistema Educativo inmerso en una realidad concreta en la cual debe operar para supuestamente transformarla o mejorarla, es decir, hacer la educación. Por supuesto, no hay ni que anotar, que los Sistemas Educativos se asientan en los pilares ideológicos de la primera acepción nombrada, aunque normalmente los administradores escolares beben de diferentes fuentes, adoptando medidas escolares dispares y a veces incluso antagónicas, que tratan de superar los problemas más acuciantes de una educación que por sí sola no es capaz de conseguir los fines sociales virtuosos que presumiblemente se le infieren. Por tanto, la acción pedagógica como panacea social universal debe ser desmitificada y delimitada tal y como ha puesto de manifiesto la Gran Recesión que sufren los países más meridionales de Europa, rebelando de modo diáfano que la educación no es el potente motor de nivelación social que muchos creían, sino que por el contrario, si se dan determinadas condiciones sociales, digamos empobrecimiento general y desigualdad, la educación se convierte en un desnivelador social que reproduce, perpetúa y acentúa las desigualdades y condiciones sociales de las diferentes capas de población. De hecho, las dramáticas consecuencias de la crisis están obrando un desclasamiento de las clases medias en la Europa del Sur que las lleva inexorablemente hacia la atomización, y todo esto a pesar de tener aptos niveles educativos en lo cultural y profesional. Este desclasamiento meritocrático evidencia que la educación en las capas intermedias de la población ya no es un seguro de vida contra el desempleo y la precariedad laboral y mucho menos una tarjeta de visita para el éxito, el prestigio profesional y una buena posición social. La tan cacareada movilidad social que, según algunas teorías genera la educación, se ha petrificado bajo la coyuntura de la convulsión social y económica de nuestro presente. En contra, es la movilidad social descendente la que reclama ahora todo su protagonismo, ya que las medidas de política económica aplicadas en los países más afectados por la recesión económica desactivan la movilidad social ascendente en base a la educación. Subyace aquí, pues, una reflexión sobre la educación que ha de aflorar al foro público, porque si la educación tal y como la entendemos en la tradición occidental no es capaz de solventar o de al menos hacer una crítica sobre su misma insuficiencia de cuestionar y plantear alternativas viables sobre la sociedad de la que forma parte, e incluso de enfrentarse dialógicamente a paradigmas económicos radicales que sabotean las principales reglas sociales, se convierte en una educación utilitarista y alienada que en cuanto surgen adversidades usa la estrategia del avestruz o lo que el famoso pedagogo Freire denominó “cultura del silencio” ante las injusticias. De modo, que si la educación no es una fuente de emancipación que sirva para concienciar y entender las relaciones de un mundo complejo al que debemos adaptarnos para mejorarlo, y es por el contrario, un instrumento al servicio exclusivamente de la competitividad y la eficacia de las relaciones comerciales de las grandes potencias económicas, la educación pierde su “telos” y su fundamentación política y moral.
Toda esta dinámica social darwinista se entrevé en la jerarquización in crescendo” de la sociedad actual y sus imbricadas relaciones de sutil sometimiento. La clase dominante (entes financieros) somete a la clase gobernante (políticos) y ésta a la clase gobernada (ciudadanos), lo cual produce reminiscencias de regímenes sociales del pasado que parecían enterrados; o tal vez, sigan existiendo bajo apariencias y camuflajes institucionales legitimados por el orden socio-político. La educación del siglo XXI si quiere transformar su contexto debe optar por una acción pedagógica crítica y sensata que problematice el mundo para esbozar un diagnóstico veraz y sacar las conclusiones reales que permitan canalizar sinergias educativas crítico-transformadoras en pos de aumentar el diálogo social y reducir las asimetrías de poder de los grupos sociales en intermediación. Para conseguir tal efecto, el ámbito de la educación debe empoderarse ante la crisis y perseguir el bien moral mediante la acción práctica, lo cual implica, decía Habermas, considerar la relación entre la razón y la moralidad al momento de la reflexión y la acción práctica”.