LEOPOLDO GONZALO.
Los pontífices pasan, la Iglesia permanece
Es bueno dejar correr algún tiempo antes de aventurar valoraciones acerca de ciertos acontecimientos que se nos presentan de manera inesperada y hasta, podría decirse, con tintes en cierto modo revolucionarios. La renuncia de Benedicto XVI al Solio Pontificio está poniendo de manifiesto una notable y general ignorancia acerca de los asuntos de la Iglesia Católica, consecuencia, más que de la secularización de la sociedad, de la profunda desculturización que viene sufriendo toda Europa –la antigua Cristianitas– y, en particular, nuestro propio país. Ciertamente, han transcurrido siete siglos desde la anterior renuncia papal por parte de San Celestino V, quien quiso volver a la eremítica condición original de la que había sido sustraído. La tentación de interpretar las cosas de la Iglesia en clave exclusivamente secular, como si se tratase una organización política más sustentada en una burocracia convencional, lleva a interpretaciones superficiales, erróneas y, con frecuencia, desviadas de lo esencial. Basta con repasar los titulares de los principales diarios del pasado día 12, para comprobarlo: “Benedicto XVI rompe con la tradición de que el Papa muera en la Cruz”; “Huérfanos de Papa”; “Benedicto XVI, sólo y sin fuerzas, renuncia por sorpresa al pontificado”; o “La Iglesia, en manos del Espíritu Santo”. Naturalmente que lo está, con papa y sin papa. Así lo creemos muchos. Es comprensible la dificultad de poner titulares a los grandes hechos inusuales. Como también lo es en tales casos la tentación del sensacionalismo. Sorprende, sin embargo, la afirmación de algún purpurado expresada, qué duda cabe, con la más afectuosa de las intenciones: “Estamos asustados y como huérfanos tras la renuncia del Papa”. No hay para tanto. Los pontífices pasan, la Iglesia permanece. Dos mil años, nada menos. Y a lo largo de ellos, ha habido papas santos, papas muy buenos, menos buenos, regulares y hasta humanamente reprobables. Al fin, seres de nuestra común naturaleza.
Se ha querido vincular la renuncia del Papa Ratzinger a circunstancias que hubieran podido ser relevantes en el caso de un simple político, como la escandalosa deslealtad de su mayordomo, las presuntas irregularidades del Instituto de Obras Religiosas (el llamado Banco del Vaticano, cuyo presidente ha sido relevado por el Papa antes de formalizar su renuncia), así como a pretendidas pugnas entre fracciones o “partidos” en el seno de la Curia romana. Incluso ha llegado a decirse por el autor de un libro que confieso no haber leído, pero cuyo título parece no despreciar objetivos comerciales (Los cuervos del Vaticano), que “…el Papa no ha sabido gobernar o no le han dejado gobernar”.
La irrefrenable manía de comparar
Con todo, hay algo que, como juicio pretendidamente moral a la decisión del Santo Padre, me parece del peor gusto y carente de la mínima sensibilidad. Me refiero a la comparación entre la actitud de Juan Pablo II, quien, como se recordará, manifestó que “Cristo no se bajó de la Cruz” para justificar su permanencia en el puesto de Pedro hasta el final -final que, sin duda, sentía muy próximo-, y la de Benedicto XVI, que resuelve retirarse (“esconderse para el mundo”, ha dicho bellamente), porque “…he llegado a la certeza de que ya no tengo fuerzas para ejercer mi ministerio”. Sencillo ejemplo de humildad y responsabilidad que le hace acreedor al apelativo de “Grande”, no menos que el Papa Wojtyla, así proclamado universalmente. Hay, desde luego, muchas formas de permanecer en la Cruz.
Un papa para los que carecen de fe
Al poco de ser elegido papa, Benedicto XVI recibió en Castel Gandolfo a la conocida periodista italiana Oriana Fallaci, quien a sí misma se definía como una “atea cristiana”, es decir, como una persona no creyente pero amante de la identidad cristiana de nuestra cultura. Al término de la audiencia, Fallaci declaró: “Soy atea, y si una atea y un papa piensan lo mismo, debe haber algo de verdad. ¡Así de simple!”. Se recordará también su debate con Habermas, en el cual, el filósofo alemán -que con expresión de Max Weber se había declarado “carente de oído musical para la religión”-, coincidió con el entonces cardenal Ratzinger en reconocer al Estado democrático de derecho como la mejor forma política para defender la dignidad humana, así como en la necesidad de estimular la interpelación recíproca entre la fe y la razón. Ello sin perjuicio de mantener, como lo haría siendo ya Papa algunos años después, en su discurso ante el Bundestag, que para gran parte de la regulación jurídica de la vida social el criterio de la mayoría puede ser suficiente, aunque no lo es en aquellas cuestiones en que está en juego la dignidad del hombre, pues en tales casos el principio de la mayoría no basta.
Sin duda sorprenderá a muchos de los que recibieron a Benedicto XVI bajo la presunción de pontífice reaccionario, la siguiente reflexión plena de sinceridad y contundente razón: “[…] el creyente sólo puede realizar su fe en el océano de la nada, de la tentación y de lo problemático; […] pero no pensemos por eso que el no-creyente es el que, sin problema alguno, carece sencillamente de fe. […] Igual que el creyente se esfuerza por no dejarse ahogar por el agua salada de la duda que el océano continuamente lleva a su boca, también el no-creyente duda de su incredulidad, […] Quien quiera escapar de la incertidumbre de la fe caerá en la incertidumbre de la incredulidad, que jamás podrá afirmar de forma cierta y definitiva que la fe no sea la verdad. Sólo al rechazar la fe se da uno cuenta de que es irrechazable” (Introducción al Cristianismo, 1968). Del sucesor de Juan Pablo II es también la persistente denuncia de dos grandes males de nuestro tiempo: el relativismo, en lo moral (no hay nada bueno ni malo –diríamos-, pues estos son atributos conferidos subjetivamente a las cosas: todo es relativo), y el escepticismo, en lo epistemológico (no hay nada verdadero ni falso: la verdad no existe y, si existe, no podemos conocerla). Oportuna advertencia para quienes, “asumiendo el nihilismo de la postmodernidad”, pretenden enseñar “el arte de tenerse en pie en la era de la complejidad y la incertidumbre”, como ha querido entre nosotros, por ejemplo, Salvador Paninker.
Una lección del Papa Ratzinger sobre la crisis y la buena economía
Imprescindible documento sobre la que el Papa ha caracterizado como primera crisis de la economía global, es su encíclica Caritas in Veritate (CV). No constituye misión de la Iglesia pronunciarse sobre cuestiones meramente técnicas en esta materia. Sólo le compete hacerlo en lo tocante a la moral. Y si han sido fallos morales los que en mayor medida han ocasionado y propagado la crisis, de factores de la misma naturaleza ha de depender, en última instancia, su superación. Y, sobre todo, el logro de un modelo económico más justo y eficiente para el futuro. Como es sabido, la citada encíclica constituye la última aportación pontificia a la Doctrina Social Católica. En ella se insiste en que el imperativo de la justicia afecta ineludiblemente a todas y cada una de las fases de la actividad económica, desde la producción hasta el consumo; en que dicha actividad debe estar siempre orientada al bien común, entendido éste como el conjunto de condiciones que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro de la propia perfección; y que el principio de subsidiariedad resulta igualmente imprescindible en la economía global si se quiere lograr la eficacia preservando la libertad. Mucha es la luz que la CV arroja sobre la génesis y difusión de la gravísima crisis que padecemos, así como sobre las condiciones necesarias para superarla. Como economista, sin embargo, me interesa una rotunda conclusión contenida en la misma y en la que quizá no se haya insistido lo suficiente: que “[…] la economía tiene necesidad de la ética para su correcto funcionamiento”. Es decir, que el respeto a los valores éticos es necesario no sólo para el logro del bien y la evitación del mal en los procesos económicos -lo que ya sería bastante-, sino que es imprescindible para la consecución de la propia eficiencia como valor central de la economía.
Una última y hermosa lección del Papa Benedicto
Quien quiso definirse como cooperator veritatis –cooperador de la verdad-, nos deja otra lección que es también una advertencia. Al término de los ejercicios espirituales que acaba de concluir bajo la dirección del cardenal Ravasi, ha hecho el Papa la siguiente reflexión: “La verdad es bella, Y la verdad y la belleza caminan juntas: la belleza es el sello de la verdad [pero esto] es contradicho permanentemente por el mal de este mundo, por el sufrimiento, por la corrupción. Casi como si el Maligno quisiera ensuciar permanentemente la Creación, para contradecir a Dios y para hacer irreconocible su verdad y su belleza”. Un poeta, además de un sabio… y quizá un santo.
Blog Desde la tarima, en El Confidencial