Rafael Martin Rivera

RAFAEL MARTÍN RIVERA.

Una de las consecuencias más perversas de la intervención del Estado en la economía es la corrupción política, y no hay que irse a las Chimbambas de la argumentación para ver que lo que aquí se acaba de afirmar es cierto, en «este país» y en cualquier parte del mundo. Allí donde el peso del Estado en la economía es mayor, también es mayor el nivel de corrupción, y menor, por el contrario, su fuerza en las atribuciones que le son propias como el orden público, la justicia, la protección de los derechos civiles y libertades públicas, la seguridad y la defensa nacionales.

No es casualidad, por ejemplo, que los Estados marxistas y prosoviéticos en los años 60 pusieran todo su esfuerzo en sacar adelante el Pacto internacional de derechos económicos, sociales y culturales, y, por el contrario, aborrecieran del Pacto internacional de derechos civiles y políticos.

Así, el Estado «político» en su tránsito hacia el perverso Estado «social» actual, ha ido haciendo progresivamente dejación de las atribuciones para cuyo fin surgió, sustituyendo la «securitas política» de los ciudadanos por una pretendida «securitas económica», transformando gobiernos y administraciones públicas en meros mercachifles de la economía; el Estado es hoy proveedor y comprador –ofertante y demandante– de bienes y servicios, mas desde una clara posición dominante y de competencia desleal.

En éstas, el político de hoy es al mismo tiempo gobernante y empresario «público», disponiendo gratuitamente de todos los recursos de un país para los fines que estime más oportunos, de ahí su posición dominante. Crea empresas y organismos públicos, y contrata a los funcionarios públicos, y a otros que ni siquiera son «nobleza de toga», con los recursos que obtiene de particulares y empresas del sector privado para proporcionar bienes y servicios en el mercado a los mismos a los que detrae esos recursos. Dicho suministro no se produce en libertad como tampoco el pago del precio de los bienes y servicios que suministra. El Estado obliga al ciudadano a adquirir unos bienes y servicios que previamente le ha cobrado vía impuestos y/o cotizaciones a la Seguridad Social, y que, en ocasiones, le cobra también después vía tasas.

A más de lo anterior, el político es consciente de su posición de fuerza pues puede influir en el mercado a su conveniencia, interviniendo precios, facilitando recursos a determinadas empresas, consumidores, sectores o industrias vía subvenciones, alterando la demanda y oferta de determinados bienes o servicios, beneficiando o perjudicando a cualesquiera actores económicos vía deducciones o exacciones fiscales, o, aún peor, por la simple aprobación de una ley o decreto.

Por tanto, cuando se dice que el Estado actúa en el mercado en clara «competencia desleal», no es expresión sacada al albur. Sin ánimos de ser exhaustivos, la actual LCD vigente establece tres categorías de actos de competencia desleal, a saber: actos de deslealtad contra los consumidores (aquellos que interfieren en el proceso autónomo y racional de toma de decisiones por los consumidores); contra los competidores (aquellos que comportan una obstaculización o aprovechamiento indebidos de la actividad o del esfuerzo ajenos) y contra el mercado (aquellos que ponen en peligro la par conditio concurrentium o la estructura y funcionamiento competitivos del mercado). No hablaremos ya del elenco de actos específicos contemplados por dicha Ley en los artículos 6 a 17, entre los que se incluyen, los reconocibles obsequios, primas y supuestos análogos (¿acaso no son tales las subvenciones y beneficios fiscales?), actos de explotación de la reputación ajena (¿que es si no la «Marca España»?), de inducción a la infracción contractual (¿qué es, por ejemplo, la revelación de datos personales y relaciones contractuales a la Agencia de Protección de Datos?), y, sobre todo, los consabidos y característicos actos de discriminación y dependencia económica o de venta a pérdida. Sin olvidar las recientemente introducidas «prácticas agresivas» que supone toda conducta que, mediante acoso, coacción, uso de la fuerza o influencia indebida, utilizando su posición de poder, sea susceptible de mermar la libertad de elección o la conducta del destinatario y afecte o pueda afectar a su comportamiento económico.

Todas estas actuaciones altamente reprobables en el comportamiento de un empresario o profesional privado, son normales en el actuar ordinario del Estado. Por tanto que nadie se sorprenda si hay corrupción en «España S.A.». Y no es cuestión sólo de separación de poderes, ni de listas abiertas o cerradas, ni de financiación de partidos políticos vía impuestos, que también, sino de la separación clara y tajante entre la economía y el poder político, el mercado y el Estado. Cuando esto se haga, se habrá conseguido dar un golpe certero a la corrupción política en un escenario que seguramente Charles-Louis de Secondat nunca hubiera podido imaginar en su «Del espíritu de las leyes».

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí