En muchos de los artículos que se publican acogiendo el pensamiento de D. Antonio García Trevijano se menciona, de manera reiterada, el hecho de que el sistema de representación proporcional de listas de partido no representa al elector. Como jurista y estudioso de los fenómenos políticos, no me gusta usar razonamientos ajenos sin haber llegado a una conclusión propia sobre temas que exigen un profundo análisis. La síntesis cognitiva de D. Antonio es el resultado de años de estudio, reflexión y lucha política. Debemos estudiar el por qué y el para qué de su obra. Por ello, creo necesario escudriñar la propia senda sobre la que han caminado los expertos en la materia para asumir la contundente afirmación de que en un sistema electoral de lista de partidos de distribución proporcional de los escaños, la figura jurídica de la representación desaparece por completo, consecuencia esta que implicaría, desde un punto de vista político-constitucional, que uno de los pilares básicos de un sistema democrático, saltara por los aires.
Intentaré exponer el tema de estudio lo mas sintéticamente posible para que el lector pueda tener un conocimiento claro, sencillo, pero contundente del mismo; forzándome en evitar subterfugios léxicos que impidan apreciar inmediatamente lo que la realidad política dibuja ante nuestras propias narices. Dicho lo cual, iniciaremos el viaje.
Desde un punto de vista puramente lingüístico, representar significa hacer de nuevo presente algo que está ausente, o sea, posibilitar la existencia de alguna cosa que realmente no está presente; puede decirse que aquello que no está “aquí” y “ahora” resulta nuevamente “traído a la presencia”».
Con estas palabras Gerhard Leibholz, Presidente del Tribunal Constitucional Alemán, y artífice de la ilegalizacion del Partido Nazi en 1952, en su célebre ensayo de 1929, “La rappresentazione nella democrazia”, enmarcó lo que debía entenderse por «representación»: la representación es una estrategia contra una ausencia –por algún motivo– insuperable; representar es poner en escena, es crear una presencia evocativa o sustitutiva de una realidad que no se da (o no se da más) sino en una forma (discursivamente, simbólicamente, «escénicamente») mediata, pero no por esto evanescente o «irreal». La representación así entendida evoca en primer lugar un ser y, secundariamente, un actuar: podríamos hablar de la representación como de un «ser por» (o «en lugar de») un sujeto ausente y/o como de un «actuar por» (o «en lugar de») un sujeto inactivo.
La representación, por tanto, exige la existencia de tres elementos: representante, representado y el o los 3º frente a los que se actúa. La actuación es triangular, de tal forma que si el representante actúa en nombre y beneficio propio, se rompería esa relación trilateral, y se convertiría en una relación jurídica bilateral en la que los derechos y obligaciones nacerían únicamente entre los que actúan presentes, no siendo afectado, por ende, el ausente (representado).
El problema de la representación política, que se circunscribía a cómo una colectividad desorganizada puede ser reconducida y actuada por una unidad organizada, se presenta y se inicia con la democracia representativa. En palabras de Guiseppe Guso, el problema se centró en cómo producir el paso de la multiplicidad «anárquica» de los individuos a la unidad de un orden en el que esos individuos se reconozcan miembros, reconocimiento que permite soslayar la legitimación de lo actuado por el representante.
En la Edad Media, la representación era netamente jurídica, es decir, basada en el Derecho Privado. Así, la estructura del Parlamento medieval perdurará con casi ningún cambio hasta llegar al Antiguo Régimen. La representación fuese de una persona o de una corporación estará basada en un mandato que por su propia naturaleza jurídica será imperativo para el representante. Este no representará a una universitas personorum sino única y exclusivamente al estamento o la persona de la que recibe el mandato, de la que obtiene el «cahiers d’instructions» (la carta de instrucciones, vestigios de nuestros programas políticos) cuyas reivindicaciones deberá hacer llegar al Parlamento, de forma que cualquier extralimitación en el mandato por parte del elegido no solo será nula de pleno de derecho sino que también conllevará que responda con sus propios bienes de cualquier perjuicio que pueda ocurrir.
Existen dos momentos históricos de gran importancia que por su dimensión cambiaran los fundamentos y la forma de entender la representación “política”. El primero de ellos, tendrá lugar con el devenir de la Revoluciones Inglesa y Francesa, y que romperá con la forma tradicional de entender la representación (estamental), cuyo basamento se circunscribía al mandato imperativo. Se impondrá el fenómeno de la “representación nacional”, concepción del mandato cuyos partidistas intentarán justificarlo con las teorías de la “voluntad general y soberanía popular”. Y un segundo momento, que se desarrollará con la aprobación de la Constitución alemana de Weimar.
El porqué del paso de una forma de representación a otra, que conllevó casi dos siglos, excede la líneas de este artículo, baste decir aquí, que el cambio de concepción y de fundamento, no se produjo en base a argumentaciones teóricas profundas o por apreciaciones jurídicos-filosóficas, que exigieran su encaje en la doctrina roussoniana de la “soberanía popular”, como ha intentado defenderse, sino por razones mucho mas terrenales provenientes de la opinión de que el mandato imperativo era disfuncional para la buena marcha parlamentaria y convertía al elegido en un mero delegado de intereses ajenos. La “libertad” del elector era necesaria, se abogaba, para que el parlamentario pudiese desarrollar eficazmente su labor como “representante”.
En este sentido, es célebre el «Discurso a los electores de Bristol», de 1774, por Edmund Burke. Este sostendría rotundamente el principio de absoluta libertad de los diputados respecto de sus electores. Burke, desde luego, admite que el representante debe tener en cuenta la opinión de los electores, pero no sujetar su juicio maduro a los deseos particularistas y criterios menos meditados de aquéllos.
En Francia, 1recordemos que ya la Enciclopedia, publicada como es sabido entre 1751 y 1765, recogería la voz «Representantes», artículo sin firma cuya probable autoría corresponde al barón D’Holbach, refiriéndose al efecto a los «representantes de una nación», ciudadanos escogidos que en un gobierno moderado están encargados por la sociedad de hablar en su nombre, de estipular sus intereses, de impedir que se la oprima, de participar en la administración.
Por su parte, Condorcet, en su «Essai sur la constitution et les fonctions des Assemblées provinciales» (1788), se inclinaba de modo inequívoco por el mandato representativo frente al mandato imperativo.
Habrá que esperar al Reglamento electoral, aprobado por una Ordenanza de 24 de enero de 1789, llamado en principio a favorecer a la burguesía, para poder constatar por vez primera la oposición regia a la estrecha sujeción de los representantes a los cahiers, rechazo que se explicita con toda nitidez y plenitud en la sesión del 23 de junio de 1789 -que, por otra parte, y a juicio de Tulard, marca el fin del absolutismo-, en la que no solo se anulan las limitaciones que pesaban sobre los representantes, sino que se prohíbe con vistas al futuro todo mandato imperativo.
Cabe recordar ahora la importancia que en este cambio del modelo de mandato tendría la doctrina sentada por el abate Enmanuel-Joseph Sieyès, quien, en su celebérrima obra Qu ‘estoce que le Tiers état?, tras interrogarse sobre qué es una nación, respondía: «Un corps d’associés vivant sous une loi commune et représentés par la meme législature» (“Un cuerpo de asociados que viven bajo una ley común y representados por la misma legislatura”).
Ahora bien, los asociados son demasiado numerosos y están distribuidos sobre una superficie demasiado dilatada para ejercer fácilmente ellos mismos su voluntad común, ¿Qué hacer? confiar el ejercicio de todo lo que es necesario para proveer a los cuidados públicos a una porción de la voluntad nacional.
Esta voluntad común representativa es una porción de la gran voluntad común nacional, ejerciéndola los delegados no como un derecho propio, sino como el derecho de los otros, o lo que igual, la voluntad común no es más que un mandato.
Para Sieyès, constituye una máxima indiscutible la necesidad de no reconocer la voluntad común más que en la opinión de la mayoría, de donde se sigue que son los representantes del «tercer estado» o «estado llano» los verdaderos depositarios de la voluntad nacional. Considerado no como una clase, sino como la nación, los representantes del «tercer estado» forman, según Sieyès , toda la asamblea nacional; tienen todos los poderes, y «puisqu ‘ils sont seuls dépositaires de la volonté générale, ils n ‘ont pas besoin de consulter leurs commettans sur une dissention qui n ‘existe pas».
La culminación de todo este proceso la encontramos en la Ley de 22 de diciembre de 1789, que, como advierte Jellinek, en su Teoría General del Estado, afirma enérgicamente el concepto de la representación, rechazando definitivamente las instrucciones, así como el derecho de los electores para revocar el mandato de los diputados, principios que serán incorporados a la Constitución francesa de 1791.
La consecuencia de todo esta transformación será que los diputados dejarán de representar a un estamento o corporación para pasar a representar al conjunto de la nación, produciéndose la imposibilidad, como ya no representa al ciudadano sino a la unidad política colectiva, de que el diputado esté sujeto a las instrucciones del elector, actuando aquel según su saber y conciencia, sin que pueda ser revocado su mandato anticipadamente (recall).
Lo expuesto produce un efecto jurídico claro, constatado por Kelsen en su Teoría General del Derecho, la fórmula del mandato representativo, sobre la que descansa la representación política en el Estado liberal, no deja de ser una ficción política por cuanto que la independencia de los electos frente a los electores es incompatible con la representación legal. Si no hay ninguna garantía jurídica de que la voluntad de los electores sea ejecutada por los funcionarios electos, y estos son jurídicamente independientes de los electores, no existe ninguna relación de representación o de mandato. Si pese a ello, se insiste en caracterizar al Parlamento de la democracia moderna como órgano «representativo», prescribiéndose la interdicción del mandato imperativo es en base a la conveniencia de preconizar una ideología cuya función es ocultar la situación real y mantener la ilusión de que el legislador es el pueblo, a pesar de que, en realidad, la función del pueblo -o, dicho más correctamente, del cuerpo electoral- se encuentra limitada a la creación del órgano legislativo.
La vuelta de tuerca al proceso descrito se produce con la entrada en vigor de la Constitución alemana de Weimar en 1919. Esta carta magna introduce como sistema electoral, el sistema proporcional de lista de partidos, a pesar de que solo utiliza la palabra “partido” en el artículo 130, sin embargo en el artículo 22 proclama que la elección de los diputados tendrá lugar de acuerdo con los principios de representación proporcional. La conjunción del sistema proporcional junto con la consagración de los partidos políticos en la norma fundamental del Estado es lo que distorsiona todo el sistema de representación.
La introducción de este sistema no es como se cree original de Alemania, esta es la primera que lleva a texto constitucional “las asociaciones con aspiraciones políticas”, es, sin embargo Inglaterra y Francia, la que bajo la Presidencia de Yves Guyot, con su “Liga para la Representación Proporcional”, la que le dota de una fuerza que provocará que al término de la Primera Guerra Mundial y por el empuje de los partidos socialistas y comunistas, minorías que reivindicaban “por una representación justa” dicho sistema electoral se extendiera prácticamente por toda Europa.
La simbiosis del reconocimiento constitucional de los partidos políticos junto con el sistema de representación proporcional, provocó que ya en 1901, pero sobre todo a partir de 1920, Heinrich Triepel definiera el sistema político alemán como Parteienstaat 2(Estado de Partidos) por el que queda “implacablemente enfrentados el Derecho formado según los principios liberales y la realidad de la democracia de masas”. Ello a causa de que la idea misma de Estado de Partidos descansa, según Triepel, sobre una contradicción indisoluble: la prohibición del mandato imperativo establecida en todas las cartas constitucionales, con la disciplina de partido, arma del aparato director del partido para mantener su unidad y obediencia.
Es sin embargo, un discípulo suyo, Gerhard Leibholz, quien perfilaría jurídica y políticamente las consecuencia del Estado de Partidos en la representación democrática. En su obra dedicada a su profesor: “Das Wesen der Repräsentation unter besonderer Berücksichtigung des Repräsentativsystems”, Leipzig, 1929 (La esencia de la representación con especial consideración del sistema representativo), el constitucionalista especifica que el Estado de Partidos a través del sistema de representación proporcional provoca dos efectos distintos pero entrelazados, a saber:
- a) Identificación.
- b) Integración.
El primer efecto, se produce con respecto al elector (ciudadano), y ello es así por cuanto que en la relación tripartita entre elector, elegido y tercero, se introduce un elemento ajeno: el partido, que rompe la relación trilateral ocupando la posición del elector. Si es el partido el que introduce al candidato en la lista que debe ser votada, la elección no la realiza el ciudadano, que no puede confeccionar la lista sino el aparato del partido, que es quien elige a los candidatos que van en ella.
De esta forma, la vinculación jurídica no se produce entre el ciudadano y el diputado, ya que aquel no lo ha introducido en la lista ni lo ha elegido sino que aquella relación jurídica se conformará entre el aparato del partido y el candidato. Esto provocará que el candidato se sienta mas cercano al jefe del partido que del propio ciudadano, ya que su introducción en la lista no depende de la voluntad de aquel sino del jefe de partido. Es lo que Radbruch definió como la naturalis obligatio, por la cual el candidato tendrá un comportamiento dirigido a contentar en mayor medida al jefe del partido, que es quien decide su inclusión en la lista, que al ciudadano de cuya voluntad no depende la reelección.
Leibholz considerará que lo que el elector provocará con su voto es una adhesión a la lista de funcionarios electos y no su representación, ya que en un Estado de Partido ha desaparecido todo atisbo de representación; esta será sustituida por una “Identifizierung von wille “; una identificación de voluntades o de ideología entre la “masa social amorfa” y “el grupo político definido”.
El segundo efecto y más importante de este sistema, consecuencia del anterior, según Leibholz, es la integración de la masa política en el Estado. La lógica del proceso es: los candidatos representan al partido, concretamente al Jefe de partido, con el ciudadano/adherido solo tienen una mera identificación de voluntad; si el partido representado por los candidatos se integra en el Estado, en palabras del Leibholz, lo que verdaderamente se produce es el efecto de una especie de democracia directa o plebiscitaria.
Para Leibholz, el Estado de Partidos ha superado a la democracia indirecta o representativa, ya que la masa política no necesita la cualidad de la representación al integrarse ella en el aparato del Estado, como consecuencia del reconocimiento constitucional de los partidos como verdaderos órganos del Estado, para lo cual, toma como ejemplo los grupos parlamentarios.
Así, en su obra: “Das wesen der reprasentation”3 (De la esencia de la representación) dispone:
“(…) Ello lleva a la conclusión de que ha terminado la democracia parlamentaria en la que cada diputado representaba a la totalidad nacional, para dar origen a una especie de democracia directa o plebiscitaria en la que la voluntad del partido o partidos mayoritarios se identifica con la voluntad general; en el Estado actual de partidos no existe diferencia profunda entre que la ciudadanía activa tome por sí misma su decisiones a través del plebiscito o de la iniciativa popular o que la tome a través de los partidos que han obtenido la mayoría popular, pues la voluntad de aquellos se identifican con la voluntad de la totalidad nacional y consecuentemente con la estatal en la que se han integrado. “
Se ha discutido mucho si el voto particular/único transferible, llamado sistema Hare, puede ser el sistema electoral idóneo que corrija los defectos que se le atribuyen al sistema mayoritario y al sistema proporcional. Se trata de un sistema mixto con dominantes proporcionales que fue muy defendido por la P. R. Society, como remedio a los problemas políticos de Gran Bretaña. Es un sistema que se encuentra funcionando hoy, por ejemplo, en Tasmania (Australia).
En Francia hubo un sistema que intentó equilibrar, también, ambos sistemas: representación proporcional con escrutinio mayoritario y Sistema ABWR, que representa las siglas de su autor, el socialista Adler. Alemania, hoy tiene un sistema similar.
Ninguno de los anteriores sistemas corrige las deficiencias del sistema proporcional. En términos de representación la cuestión es clara. Si el sistema de reparto de escaños es proporcional no puede haber representación del ciudadano. Si además los sufragios se dirigen a lista de partidos produce atomización, fragmentación y conformación oligarquía en la dirección parlamentaria —efectos expuestos por Bagehot frente Stuart Mill y Hare, en 1816, todos miembros del Partido Liberal, pero muy diferentes en la hora de entender el funcionamiento del Parlamento Inglés—. Sus puntos de vista respectivos están desarrollados en “The English Constitution”, de Bagehot, y “On representative government”, de Stuart Mill. Y una muy notable recesión de este asunto se halla en la obra de Carl J. Friedrich, Der Verfassungsstaat der Neuzeit. Para Bagehot, el sistema proporcional provoca que el candidato este bajo los dictados del partido sin que pueda representar al ciudadano. Este actuará como si comprara un mero “ticket” donde todo ya está hecho.
Después de las argumentaciones expuestas, debemos extraer, siquiera, una eventual conclusión: la representación política requiere tres premisas:
- a) que no haya lista de partido a las que votar.
- b) designación directa del candidato,
- c) control del elegido por el elector.
Si el elegido no es responsable ante el elector sino mediante la ficción política, de serlo ante el parlamento y su propia conciencia (principio liberal parlamentario), y además no existe garantía jurídica de deponer al candidato durante su mandato por incumplir sus promesas, no puede existir representación. Si además, el sistema es proporcional en el reparto de escaños, el parlamento fragmentado representa a los partidos en proporción a los votos obtenidos pero no a los ciudadanos.
Creo, firmemente, que la propuesta realizada por D. Antonio García Trevijano en su obra Teory Pure of Democracy sobre el sistema mayoritario a doble vuelta podría corregir las deficiencias que se le atribuyen al sistema mayoritario simple que, principalmente, es la no representación de las minorías. El sistema mayoritario a doble vuelta se aplica hoy a más de 20 países4
Bajo la premisa que asiste al sistema electoral de doble vuelta, definida por el Secretario General de la SFIO, en 1962, Guy Moller: “primero se selecciona y luego se elige, o primero se elige y luego se elimina”; el sistema mayoritario a doble vuelta daría satisfacción a las reivindicaciones sobre la necesidad de representación de las minorías, ya que, una vez realizada la primera vuelta, la definitiva elección de los candidatos presentes en la segunda vuelta posibilitaría que las minorías pudiesen votar/elegir al que consideraran que mejor defiende sus intereses.
Frente al sistema mayoritario simple (una vuelta) en el que el elector, cuyo candidato no ha obtenido escaño, se quede sin ser representado en el parlamento, en el sistema de doble vuelta, ese mismo elector, tendrá una segunda oportunidad para decidir quién, entre los presentes, quiere que obtenga el escaño.
Debemos ser conscientes de que el sistema descrito, se refiere a procesos electorales por los que se eligen a los representantes del Poder Legislativo, es decir, elecciones generales al Parlamento.
Definitivamente hoy, el ciudadano de a pie no sabe distinguir entre representación, integración o adhesión…etc, cree que todo es lo mismo, y lo cree porque no ha conocido otra realidad. En muchos casos, ni se plantea el tema.
Sin embargo, los nefastos y perversos efectos que provoca el sistema político vigente lo padecemos día a día, la brecha entre gobernantes y gobernados cada vez es más grande, sin que, por supuesto, ningún Mass Media dedique, siquiera un mínimo de atención a definir la realidad política tal como es, posibilitando a la ciudadanía una información pública de calidad para formarse un criterio real y verdadero de la representación política y del sistema electoral.
Protestan porque el sistema proporcional puro (D´Hont) es injusto y reivindican una mayor “proporcionalidad”, desconociendo que el problema no radica en si es mayor o menor la proporción sino en que la representación política no puede descansar en parcelas proporcionales de cuotas de partido, ya que ese sistema de elección como indicaron los grandes constitucionalistas alemanes, de los que otrora tanto aprendimos, elimina cualquier resto de representación.
No obstante, el Poder controla a sus vástagos bajo la amenaza de dejar de participar en el pastel si reivindican otra cosa, por lo que su propaganda estará asegurada muchos años.
Será responsabilidad del ciudadano luchar y descubrir la VERDAD, pero eso, querido lector, deberá ser objeto de otro estudio.
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1Francisco Fernández Segado. Ensayo: Partidos Políticos. Representación parlamentaria e interdicción del mandato imperativo.
2S. Curreri. Democrazia e rappresentanza politica. Dal divieto di mandato al mandato di partido, 2ª de., Firenze University Press, Florencia, 2004, p, 73.
3Gerhard Leizholb. Das wesen der reprasentation. Leipzig. 1929, pag 98 y ss.
4Rafael Martínez. Efecto del Sistema Electoral Mayoritario a doble vuelta. Universidad de Barcelona. Ed. Rei.