JORGE SÁNCHEZ DE CASTRO.
Un gurú de la red me preguntó hace poco algo parecido a esto: ¿Por qué si hemos decretado la muerte de Dios y de las leyes morales universales nos dejamos gobernar por unas estructuras de poder que nunca en la historia han sido tan poderosas ni han estado tan sacralizadas? Le contesté que precisamente por ello, pero creo que el interés de la pregunta merece la pena ampliar la respuesta.
El motivo del crecimiento consentido del Poder tiene su causa directa en la idea de que, desaparecida toda creencia trascendente, la política puede hacer realidad una supuesta voluntad general, que por ser voluntad del hombre y general, sólo puede ser buena, bella y verdadera para cada uno de nosotros.
A esta idea convertida en creencia en sentido orteguiano, nos aferramos como última posibilidad de salvación.
Y es tanto la creencia como la intuición de que realmente puede ser la última, lo que convierte al Poder en un Dios humano al que todo se sacrifica porque de él se espera nada más y nada menos que la continuidad de una vida digna de tal nombre. En estas condiciones la idea de oposición o resistencia al Poder es simplemente absurda, no tanto porque sea irresistible, que lo es, sino porque se constituye en la única fuente productora de sentido para inmensas mayorías.
Pero hay algo más. Se trata de una creencia cuya realización queda al alcance de todos, de cualquiera. Hasta no hace tanto el Poder era una emanación divina que concernía de manera exclusiva a los monarcas, absolutamente intangible para el resto de los hombres. Instalada la forma de Gobierno que dicen democrática no hace falta tener sangre azul para disfrutar del Poder. Ayer era suficiente ser Concejal de Urbanismo de alguno de los miles de municipios del país para merecer su gracia, hoy ni siquiera: basta ser nombrado asesor, con catorce pagas, del mismo Concejal de Ordenación del Territorio (eufemismo que evita mentar la bicha del Urbanismo rampante).
Y es que cuando las uvas maduras del Poder se encuentran tan cerca de la mano, quién se va a preocupar por sus malas artes, por sus desmanes si al fin y a la postre en breve serán nuestros abusos, nuestros desfalcos. “Hoy por ti mañana por mí” es la consigna. Pásalo Este aumento exponencial de las posibilidades de alcanzar el Poder entroniza la auténtica ideología “new age”: el oportunismo. Así hemos pasado de la “democracia popular” al Estado de Partidos. O lo que es igual, del socialismo a los infinitos Concejales de Urbanismo.
Vivimos en el dogma de que existe (o debe existir) una voluntad general representada por el Estado benefactor como última creencia salvífica que efectivamente redime a miles y miles cada cuatro años o menos. Y eso es todo, pues no hay mucho más que explicar acerca de las causas del crecimiento consentido, incontrolado del Poder. Todo lo demás es contemplar la caída en el precipicio de los no ungidos por el nuevo Altísimo.
El precipicio de trocar libertad por el anhelo de participar en el Poder. Cuando no cabía ni siquiera soñar con intervenir en el Poder, la máxima ambición era proteger la libertad frente a los abusos del Poder. Hoy no, hoy nadie quiere libertad sino mangonear en algún cajón del Estado y vivir de lo que encuentre, hoy un expediente sin decidir, mañana un reglamento a medio terminar. ¿Y al no haber voluntad de resistirlo para preservar la libertad, quién se opone a la desmesura del Poder?
El precipicio de la destrucción de la Ley y su sustitución por el Estado de Derecho. El imperio de la Ley garantizaba que ni el Poder podía modificarla. Por tanto aquélla era un escudo protector contra las arbitrariedades de éste. Pero con la legitimidad que le daba ser el custodio de la voluntad popular, el Poder dejó de respetar la Ley si consideraba que impedía el cumplimiento de su simpar función. El resultado es el Estado de Derecho, un océano de reglas, el lenguaje del Poder, aquí y en Cuba.