De mediados de los años 70 para acá, España ha pasado de ser la octava potencia económica mundial a la decimoséptima; con las ruinosas condiciones del ingreso en la Comunidad Económica Europea, el peso de la industria en la economía española ha pasado del 37% al 15%; tras el 2008, comienzo oficial de la actual crisis económica, el poder adquisitivo de los sueldos en España se ha reducido en un 20%, y la riqueza de las familias un 40%, al tiempo que sufrimos la presión fiscal más alta de la OCDE y un nivel de paro estructural que dobla el de países de nuestro entorno y, al tiempo también que las administraciones públicas han gastado 600 mil millones de euros más.
No parece, pues, que la oligarquía partidocrática haya sido la más idónea para fomentar el crecimiento económico de nuestro país. Así, el Estado de las Autonomías, monstruo administrativo centrífugo creado para alimentar el clientelismo de los nuevos partidos estatalistas, cuesta 100.000 millones de euros al año y la sola eliminación de duplicidades entre administraciones varias podría acabar con el déficit de la Seguridad Social, como señala Roberto Centeno. Todo eso cuando el nivel de deuda externa del Estado alcanza un 101% del PIB, algo nunca visto en España desde hace un siglo. Una deuda que comprometerá el futuro de los españoles durante generaciones, aunque el gobierno partidocrático no tuviera empacho en realizar en 2011 una apresurada reforma constitucional para establecer el pago de dicha deuda como prioridad absoluta, delatando su obediencia y dependencia de la Unión (partidocrática) Europea germanizante. No se puede hablar ya, pues, de crisis, sino de un empobrecimiento progresivo -e imparable- de la inmensa mayoría de la población.
Resulta, en fin, tristemente evidente que una clase política que no representa a los ciudadanos y que sirve sólo al Estado que le paga y del que se adueña, acabará siendo el verdugo de los súbditos que votan a sus listas de obediencia debida.