JOSE M. DE LA VIÑA.
Decía Winston Churchill, laureado escritor a la par que aguerrido estadista, que la democracia es el peor de los sistemas políticos si exceptuamos todos los demás. A este, como no le podían dar el Premio Nobel de la Guerra porque no existía, ni tampoco el de la Paz porque hizo la guerra, le dieron el Premio Nobel de Literatura, como consolación al esfuerzo desplegado contra la maldad autoritaria.
Como en todo, hay grados, niveles y rangos. Están las democracias nórdicas que, con todos sus defectos incluyendo la a veces asfixiante hipocresía luterana, son más o menos dignas de sus ciudadanos. Estos hacen honor a ella mediante la movilización de la sociedad civil, forzando la transparencia, el control de los abusos mediante sibilinos contrapoderes. No son la panacea, pero más o menos funcionan.
Está la nuestra, que, enjutamente amordazada en corrupción y rebosante de incompetencia, anda descabalgada de valores y equilibrios, mientras sus votantes eluden la responsabilidad ciudadana de controlar los excesos y la rapiña de los poderosos. Se indignan. No hacen nada. ¿De qué se quejan? El drama de España y el de otras democracias que, hasta no hace mucho, más o menos funcionaban, es la renuencia de la sociedad civil a controlar los excesos del poder, su inacción interesada a causa de los menguantes pesebres y la vida que pensaban fácil las nuevas generaciones sin agobios ni responsabilidades. O la ausencia de contrapoderes que mantengan a raya los poderes fácticos que siempre han existido, anteriormente llamados caciques, que utilizan los resortes del Estado y su influencia para su beneficio personal o gremial.
Contrapoderes benevolentes, jamás asfixiantes, que equilibren la balanza de la injusticia y la igualdad, de la libertad real y no decretada, salvaguardando la calidad de la democracia. Que ausculten el pulso, su salud y buen funcionamiento. Que denuncien los excesos, la corrupción, que eviten la disolución del Estado de derecho. Que atenúen la injusticia, que proclamen la guerra a la indolencia y la caradura, a la incompetencia del ejecutivo, sea local, autonómico, nacional o el del momento. Aquí nadie dimite. Es desolador.
Que exijan rendir cuentas a los Gobiernos y el resto de poderes del Estado. Que rindan estos no por miedo a la reacción de los ciudadanos, sino por propia iniciativa, por decencia y honestidad, porque su educación se lo exige. Porque recibieron una formación en la que tales valores puntuaban al alza, a pesar del colegio, la competitividad mal encauzada y la cursi empleabilidad. Palabreja que fabrica autómatas en vez de personas cultas y cívicas, productores en vez de pensadores. Ni siquiera sabios en sus respectivas disciplinas, porque la burocracia y la igualdad que enrasa por abajo ha dinamitado la calidad en los colegios y la universidad.
Generamos débiles imberbes mentales, adultos flojos, analfabetos funcionales al servicio de la depredación, en vez de personas educadas en el civismo, la honorabilidad y el tesón. La investigación ha desaparecido, la innovación no existe. La universidad, loado sea Bolonia, ha sido el último reducto conquistado por las atrabiliarias huestes de la ignorancia y la mediocridad. Ya no queda nada por triturar.
Acechaban los vientos en los destartalados quicios de las angostas ventanas por donde hasta ahora, al menos, entraba un débil susurro de cultura y sensibilidad. Tronaron las campanas avisando temporal. Está arreciando huracán. Ya no quedan ciudadanos.
Sin contrapoderes no hay democracia. Tan solo dictaduras plurianuales con opción a la renovación indefinida o a la sucesión endogámica del clan. Cambian las caras, para que todo siga igual, como en Argentina, Bolivia, Venezuela, Rusia y tantas otras democracias nominales. Continúa la tradición decimonónica. Acabaremos dando por buena, añorando la dictadura de Franco. Sería trágico: en ella hacía frío. Ahora está helando. Las expectativas creadas en el año 75, España por fin se convertiría en nación homologada al resto de Europa, han sido defraudadas por la casta que sustituyó a la oprobiosa, peor que la anterior, por actuar camuflada.
Nos olvidamos de que muchas de las conquistas sociales, que tan bien han funcionado, nada que ver con los dadivosos dispendios recientes, fueron invento de la dictadura. Por desgracia, están siendo cercenadas sin debate ni conmiseración. Empezando por la Seguridad Social, la sanidad, antaño de calidad, hoy troceada, a pesar de la dignidad que mantienen heroicamente cada día sus apaleados trabajadores; o las leyes laborales recientemente derogadas, de tan extrema protección que provocaban abusos por parte de los que no pegaban ni golpe. No temamos: ahora vivimos en democracia. Lo hacen por nuestro bien. El pueblo es soberano. ¿O no?