Tal vez el modo más preciso de conceptualizar la forma del actual cuerpo político español sea imaginar su ser metáfora bajo la forma de un esperpéntico monstruo: estrafalario zombi de olorosos pies franquistas, bovinos tatuajes Made in Brussels, hegemonía cultural descentralizada, unidad territorial desnacionalizada y chamuscada corona de charol que un buen día, con una carta a los Reyes Magos bajo el brazo (con fecha del 6 de diciembre de 1978) y siguiendo la estrella fugaz de la democracia, se prometió a sí mismo emprender una Transición a ninguna parte. Gregorio Morán así lo ha constatado lúcidamente: “La Transición de la dictadura a la democracia fue relativamente breve, apenas siete años (desde noviembre de 1975 hasta octubre de 1982) (…) Ahora bien, la Transición como periodo histórico, con su Constitución de 1978, lleva funcionando 40 años, para gozo y satisfacción de quienes la parieron, la amamantaron y la pusieron a trabajar, lo más pronto que consintió su edad, en una casa de lenocinio”.
La afuncional hibridez de este grotesco cuerpo-país, así como sus statu quo innegablemente interrégnico (donde como subrayase Gramsci, la antigua soberanía [del régimen del 78] ha llegado a su fin sin que un nuevo orden constituyente haya sido instituido [el MCRC, empero, rema en esta dirección]) recuerda demasiado a la imagen-pensamiento esbozada por el filósofo del lenguaje L. Wittgenstein. Así, en el parágrafo decimoctavo de sus ‘Investigaciones Filosóficas’ (1953) el autor austriaco escribe, a propósito de las ventajas que para la clarificación del pensamiento entraña el diacronismo-lingüístico, en los siguientes términos: “nuestro lenguaje puede verse como una vieja ciudad: una maraña de callejas y plazas, de viejas y nuevas casas, y de casas con anexos de diversos períodos; y esto rodeado de un conjunto de barrios nuevos con calles rectas y regulares y con casas uniformes”.
En efecto, acaso sea esta la impresión que causa la presente gramática del Reino de España a todo pensador proveniente de extramuros: tras un breve paseo por la langue de bois suburbial del discurso político institucional de altavoz mediático (uniforme por precario, plano, desprovisto de sentido en su función de opiáceo social, ebrio de proclamas envasadas al vacío, tales que “democracia moderna occidental”, “cuarta economía de la Unión Europea”, “progreso”, “civilización”, “consenso” o “tolerancia”), el visitante en cuestión no tardaría en descubrir, quizás para su sorpresa, que al otro lado de este muro de cartón-piedra emergen allende la niebla de lo políticamente correcto un aeropuerto vacío, una carretera zanjada de manera abrupta, abandonadas megalópolis-casino, una calle denominada “Monarquía”, todavía hoy transitada, un palaciega sede de una Real Academia Española de inquisitorial blasón, monumentos entronizando figuras dictatoriales, plazas con toros desangrados, curas colgando del campanar de una iglesia, pósteres propagandísticos consagrando una partitocracia con actores de serie B, fosas comunes republicanas sepultadas bajo toneladas de cal y arena. Al cabo, un desquiciado laberinto sedimentado a base de grotescas yuxtaposiciones de arquitectura lingüístico-histórico-político.
Frente a ello, el acercamiento diacrónico-conceptual a este paisaje, en la línea de lo sugerido por Wittgenstein, nos permite entender el anacronismo absurdo (pero también la contingencia) de las insultantes realidades actuales que pueblan el despropósito urbano-paisajístico de una ontología política necesitada de una república constituyente, así como las ficciones gramaticales (Wittgenstein dixit) que consagran dichos fantasmas. No otro es el caso la aberrante expresión lingüística “Transición”, paradigmática expresión de este esperpento en su calidad de ardid teleológico-determinista. Y es que siquiera desde 2011 aquella ha demostrado ser, irremediablemente siempre-ya, un callejón sin salida.
Llegados a este punto, la única posibilidad aceptable para salvar a España de sí misma es eutanasizar al régimen del 78 (en el mejor de los casos, mediante la deslegitimación que entraña un abstencionismo activo masivo [el peor escenario lo dejo a la imaginación del comprometido lector]) y derrocado el muro de su esclerótico orden simbólico refundar el paisaje nacional, recuperando así una dignidad colectiva cuya arquitectura conceptual pertenece todavía a la utopía.