MANUEL RAMOS.
“No taxation without representation”. Quizá este es origen de la democracia representativa y quizá esta idea fue la que llevó a los fundadores de los Estados Unidos de América a comprender que no tendrían el control político de su territorio si no controlaban a sus representantes. De acuerdo con esta idea, la decisión que se tomó es que no se pagaría ni un sólo impuesto más hasta que no existiera verdadera representación o, como Hamilton llegó a denominar, democracia representativa.
Una verdadera representación democrática es la que es elegida por la mayoría siendo la doble vuelta la mejor forma de incluir a todos los electores en la votación. Aún teniendo la representación de sus electores, dicho diputado debe soportar un control sobre sus actos y parece que el único arma que tenemos disponible es el tiempo. Observamos, desesperados, que los mandatos por tiempo nos obligan a esperar a una siguiente elección para poder quitar al mal representante mediante las urnas. Este hecho se ha alegado como fuente de independencia del diputado y, en aras de ese privilegio, se han conferido aforamientos, prebendas y distinciones que han alejado en la mayoría de los casos a los electores de los elegidos. Esta pretendida independencia es, digámoslo ya, una excusa para no responder ante las responsabilidades adquiridas con el cargo.
Un diputado debe sentirse y estar forzado a llevar a cabo las promesas con las que se ha comprometido delante de su distrito electoral. Normalmente en los países civilizados las responsabilidades políticas se miden con la opinión pública, dura juez según el código moral de cada sociedad. La condena de una mala acción a ojos del público es suficiente para el ostracismo político e incluso social del corrupto. Sin embargo, este mecanismo de control político queda lejos de oportunistas y fingidores que navegan y medran en las aguas del poder cuando las nubes de la condena moral no son suficiente tempestad para ellos. Esto puede deberse a que dicho control tiene su máxima expresión en la prensa y medios de comunicación cuyos intereses se han demostrado en muchas ocasiones desligados de los de la sociedad civil.
Por lo tanto, una vez elegido el diputado debe existir, además de la denominada opinión publica, un mecanismo político, civil, que sirva para proteger su fuerza electiva de distrito, un mecanismo que sirva para defender su libertad política. Ese mecanismo es la revocación del mandato.
Cuando el candidato se ve ganador y se convierte en el representante de sus electores, debe sentir cómo todos ellos le señalan el camino al que él mismo se ha comprometido. Debe seguir esa dirección que, de forma mayoritaria, le ha sido indicada de forma pública y, por medio de la sanción en las urnas, de forma legal. Acaba de firmar un contrato, no social -como diría Rousseau- sino político. Y como en todo acuerdo de voluntades, en este caso unilateral pues es el distrito el que envía al diputado, debe completarse de acuerdo a la causa final por la que se formalizó dicho contrato. De lo contrario, el contrato queda revocado. Este hecho ocurre igual tanto en los contratos civiles como en los políticos gracias a la antigua figura del mandato imperativo.
En España esta figura jurídica tiene sus orígenes en el derecho romano. En la España medieval, y en particular en los reinos de León y Castilla. La representación de los pueblos y ciudades en las Cortes (es decir, el Parlamento) estuvo basada en el mandato imperativo. Los diputados de estas ciudades eran enviados con unas claras y detalladas instrucciones de acuerdo con lo acordado en la sesión. No eran libres de separarse de dichas instrucciones. Como regla, se les pedía a los diputados un juramento para no variarlas o sobrepasarse en su mandato cuya sanción era hecha ante notario. Desde el siglo XV, los reyes españoles comenzaron a indicar en sus convocatorias los límites de dicho mandato. Este hecho, aunque chocó de frente con los deseos de las ciudades debido a que no podrían controlar plenamente a sus representantes, propició el control del mandato por parte de la monarquía española y así hizo a los diputados más flexibles a sus intereses.
La teoría democrática liberal que viene de Edmund Burke o el Abate Sieyès señaló que los fundamentos del mandato imperativo estaban en conexión con una nueva forma de legitimación y soberanía: la nación. La base de la teoría sobre este mandato imperativo se explica mediante el siguiente punto de partida: incluso si son elegidos en una circunscripción local, los representantes no sólo representan exclusivamente los intereses locales sino que también son representantes de un cuerpo abstracto, la nación.
Esta fantasía que supone representar a toda la nación, enunciada por Burke en su conocido Discurso a los electores de Bristol, tuvo su justificación en aquel momento pero resulta absurdo mantenerla hoy en día. Los detractores del mandato imperativo usarán esta argucia intelectual para negar la relación entre el elegido y los electores que estamos buscando desde el principio. Esta ardua búsqueda continuará en el siguiente artículo.