GABRIEL ALBIAC.
¿Qué es una beca? Una inversión de capital. Que la sociedad hace: que todos hacemos con nuestros impuestos. Una inversión se capitaliza o bien se pierde. La rentabilidad que esa inversión de dinero público a la cual llamamos beca busca, es la de producir una mercancía vital: profesionales altamente cualificados, de cuya actividad se recupere con ventaja lo invertido. Las becas deben ser pocas y muy bien pagadas. Bajo un control de calidad inflexible. Otra cosa es tirar el dinero. Para nada. Malo, siempre. Imperdonable, en tiempos de ruina.
Una beca no es un acto de caridad. Ni de benevolencia con los humildes. Para eso están otras instituciones, no el Estado. No es –aún menos– el mecanismo de «igualación» con el que sueñan los filántropos: la igualdad, en las sociedades nacidas de las grandes revoluciones burguesas, es igualdad ante la ley, que funda el derecho único frente al estamentario. En cuanto al ser de cada uno, rige el inamovible principio de individuación platónico: lo igual se dice de lo distinto. Una beca selecciona a los mejores. No iguala, distingue. Georg Steiner lo formula bellamente: «Con el rasante igualitario, mediante la falsa democracia de la mediocridad, matamos en los niños la posibilidad de sobrepasar sus limitaciones sociales, domésticas, personales e incluso físicas». Distinguir es hacer libres. Y potentes.
Es la grandeza –lo áspero también– de nuestro mundo. Se beca a los mejores –a los que, por capacidad o por esfuerzo o, mejor, por ambos, prueban obtener los mejores resultados–, no por bondad filantrópica, sino por determinación del interés colectivo, que exige preparar a los sujetos más rentables, para que la compleja relojería social no se colapse ni se embote. La competencia puede sernos grata o no; sin ella, estamos muertos.
No es una exigencia de ahora. Aun cuando sea ahora cuando estemos percibiendo del modo más crudo lo urgente de su necesidad. Esa exigencia es el fundamento sobre el cual construye Europa su horizonte tras las revoluciones que cierran el siglo XVIII y, con él, el viejo mundo al cual no hay retorno. Condorcet, que fue el intelectual y moralmente más grande –y más trágico– de los hombres que acarrearon esa revolución, habrá de formularlo en modo inapelable. Abril de 1792: «Dar a todos la instrucción que es posible extender a todos; pero no negar a ninguna porción de ciudadanos la instrucción más elevada, esa que es imposible compartir por la masa entera de los individuos».
La selección de estos últimos será codificada muy pronto. En 1794 y en medio de lo más duro del Terror, una comisión presidida por Lakanal, «combatiendo sin descanso la ignorancia y el vandalismo», elabora ese proyecto de una instrucción pública para los muy pocos, enteramente financiada por la nación: una «aristocracia republicana», una meritocracia que borre la moribunda aristocracia de la sangre. Y eleve –proclama Lakanal– con ello «un templo inmenso, un templo eterno y sin precedente a todas las artes, a todas las ciencias». Hasta el día de hoy, a ese templo de las «Grandes Escuelas» se accede por oposición estricta, que habilita a los contados que la superan para ser mantenidos por el erario público mientras perseveren en la excelencia de sus calificaciones. Es la única institución docente que no se ha erosionado.
¿Becas? Pocas y muy bien pagadas. Que seleccionen a los más capaces. Lo contrario a lo que en España existe.