PATRICIA SVERLO.
El 26 de enero de 1976 se había prorrogado la legislatura de las Cortes hasta el 30 de junio de 1977. Entonces todavía no había prisa por hacer cambios; en el Gobierno de Arias tampoco. Los primeros meses de Arias fueron útiles porque permitieron ganar tiempo sin crear excesivas tensiones e hicieron posible desplegar los mecanismos necesarios para controlar las instituciones. En el gabinete de Arias estaban representados quienes se consideraban “reformistas”, como Manuel Fraga y Antonio Garrigues Díaz-Cañabete; Alfonso Osorio y José María de Areilza eran, además, monárquicos; y también hombres fieles a los Principios del Movimiento, como Adolfo Suárez, que era el secretario general. Suárez en aquel momento era, además, un hombre de Torcuato Fernández Miranda, y jugaba a su favor, manteniéndole al tanto de todo lo que pasaba en el seno del Gobierno, de los comentarios y actitudes de Arias. Gracias a él a la Zarzuela tenían noticias puntuales de todas las frases fuera de tono que pronunciaba el presidente, como aquélla de “el rey no dice más que tonterías“. Arias, un franquista de la Falange, ascendido gracias al apoyo del búnquer del Pardo, no podía evitar sentir desprecio por el nuevo monarca. Le gustaba “escarmentar al Borbón”, como él decía.
Un día le comentó a Rodríguez Valcárcel, uno de sus amigos, cuando todavía era presidente de las Cortes (el cargo que después ocupó Torcuato): “Yo, con un niño, no sé hablar más allá de diez minutos. Después no sé qué decirle y me aburro. Algo así me pasa con el rey“. Con esta actitud, las relaciones entre el rey y Arias se fueron deteriorando a pasos agigantados durante los primeros meses de la monarquía. El presidente tenía una irritación cada vez más agresiva contra Juan Carlos.
“Estoy atornillado en este sillón por ley y contra esto nada puede hacer el rey”, dijo a más de un ministro, cuando se empezó a hablar de su dimisión. Exigirle la dimisión, que era una manera más fina de cesarlo, era una sugerencia en la que Torcuato insistía cada vez más. Pero no la aconsejaba nadie más. Juan Carlos se desahogaba de sus abusos en las reuniones que mantenía con sus colaboradores, Mondéjar y Armada, en la Zarzuela, a las cuales también asistía la reina. Todos intentaban calmar su desesperación. Pero la Casa se oponía a que lo cesara y, en concreto, Armada le dijo: “Torcuato será un gran profesor, pero de político, nada. Como político es incapaz“.
En una de aquellas reuniones, a la reina Sofía se le ocurrió meter la nariz en alguna cuestión que sacó de quicio al monarca, cuyos gritos resonaron de tal modo que ella tuvo que salir de la sala, llorando como una Magdalena. Después él fue a pedirle disculpas. Cuando se lo explicó a Torcuato, echó la culpa a la tensión que le provocaban los conflictos con Arias: “Lo que más me irrita es que pienso que Arias me puede. Y esto, cojones, no es así, tú lo sabes“.
La actitud un poco de perdonavidas con el rey de Carlos Arias, que le aseguraba cada dos por tres que “sin mí, el poder estaría arrojado a la calle“, arrancaba de un famoso incidente que se había producido unos días antes de que Franco muriera, cuando el uno era presidente y el otro jefe del Estado interino. Se habían enfrentado por un conflicto de poderes: “Tú no me informas de lo que haces“, “yo soy el que tengo que informar a Franco y no tú“, etc. Y acabó con Arias poniendo su dimisión sobre la mesa y con Juan Carlos literalmente “acojonado” por lo que podía suponer aquéllo. El que entonces todavía era príncipe pidió perdón a Arias, le rogó que no presentara la dimisión, envió al marqués de Villaverde a darle explicaciones, suplicó… Y, está claro, Arias no solamente no se fue, sino que quedó reforzado en su sitio, convencido de que tenía perfectamente controlado a aquel “niñato”. Conversando con Torcuato, su viejo profesor, el rey confesaba: “He usado toda mi cordialidad y tengo que decir que es contraproducente. La verdad es que no sé cómo tratar a Arias… No me deja hablar, no quiere o no sabe escuchar, y me da la sensación de que no necesita contar conmigo; es como si creyera que está absolutamente seguro, que es presidente por cinco años, que yo no puedo más que mantenerle…” Estaba desesperado. Pero no se podía reducir todo a un simple problema personal, a una incompatibilidad de caracteres. Como trasfondo estaban las visitas constantes de los embajadores de Estados Unidos y de la República Federal Alemana a Torcuato Fernández Miranda, durante los últimos meses de 1975 y los primeros de 1976. La vía de la represión para controlar a la oposición no era suficiente. Era necesario tomar otras medidas más políticas. Sobre todo a partir de la formación de la Platajunta, empezaron a darle vueltas a la idea de crear un partido gubernamental.
Era imprescindible de cara a una futura legalización de otros partidos. Pero Arias no les valía para este proyecto. Se lo tenían que quitar de encima. Madurando aquella idea del partido gubernamental y otras sugerencias para la reforma política tomadas de los informes de la Trilateral, por iniciativa de la Casa Real se celebró el 4 de mayo una reunión con las figuras más destacadas del mundo financiero. Las gestiones para organizarla las hicieron, como hombres del rey, Camilo Mira y Miguel Primo de Rivera. Como miembros del Gobierno estaban Alfonso Osorio y Adolfo Suárez.
La reunión y la cena, para hablar de una reforma política, “una reforma sin riesgo”, se celebró en casa de Ignacio Torta. Los financieros eran Pablo Garnica, Juan Herrera, Arne Jessen, Emilio Botín, Jaime Carvajal, Ignacio Herrero, Jaime Castell, Alfonso Fierro, Pedro Gamero, Carlos March… Se comentó, sobre todo, que la multiplicidad de partidos políticos podía tener consecuencias graves en el futuro. Y Osorio les rogó que sólo apoyaran financieramente a quienes se agruparan en partidos más amplios, con lo cual se tendería un puente al bipartidismo. Así les resultaría más fácil negociar la conformación del partido gubernamental, de derechas, que querían; y forzarían a la izquierda a unirse alrededor de los líderes que ya tenían de su lado, en especial Felipe González. Esta segunda parte no convenció demasiado a los banqueros. Hablaron de cómo el marxismo podía infectar la vida política. Aunque Jaime Carvajal apuntó que la identificación socialismo-marxismo no era exacta, Pablo Garnica dijo: “Eso es lo mismo que decir que como tu tía no tiene trolebús, no es un tranvía“. No se puede decir que aquella reunión sirviera para mucho más que establecer las bases mínimas de actuación. Pero era un principio.