PEDRO M. GONZÁLEZ.
Las atrocidades indultadoras del Ministro Ruiz-Gallardón han causado notable revuelo en la prensa oficialista. Siendo gravísima la excepcionalidad del indulto como atentado al principio de monopolio jurisdiccional de hacer cumplir lo juzgado, la miopía del estado de partidos centra su atención una vez más en el detalle en lugar de acudir a la raíz del problema. Esa cuestión nuclear es la propia existencia del Ministerio de Justicia, que no por casualidad se llama también de Gracia. No se trata de disculpar la acción del titular de la cartera ministerial, que sin duda es reprochable, sino denunciar claramente que la propia existencia de su cargo impide la separación de poderes.
Lo verdaderamente escandaloso es que la organización Administrativa de la Justicia, la provisión de sus plazas y cargos, y lo que es más importante, su presupuesto, se encuentren en manos del comisario político que elija el partido gobernante de turno. No puede existir separación de poderes sin independencia administrativa y económica de la Justicia. Tal axioma básico y fácilmente comprensible nos lleva a afirmar sin ningún género de dudas que en este estado de poderes inseparados la Administración de Justicia es desde luego Administración, pero nunca será Justicia.
La inseparación de poderes resulta agravada por la organización territorial del Estado de las Autonomías, que multiplica exponencialmente la imposibilidad de la separación de poderes. Y es que, lejos de aportar cercanía en el ejercicio de la función jurisdiccional, ata la Justicia al poder político con un segundo lazo de dependencia, esta vez al ejecutivo autonómico convertido en segundo filtro de prebendas y sinecuras.
La solución sólo puede ser radical. La eliminación del Ministerio de Justicia y trasvase de sus competencias a un Órgano de Gobierno de los Jueces elegido por y entre los operadores jurídicos como cuerpo electoral propio y separado. García-Trevijano pone nombre a esa institución en su magistral “Teoría Pura de la República: Consejo de Justicia. La elección de los vocales del CGPJ por parte del Parlamento tras la reforma de 1985 supone un reparto de cuotas de poder inadmisible y contrario a la independencia judicial agravando una situación ya viciada de origen.
Ya lo dijo Pedro Díaz de Toledo en el Siglo XV, si la justicia es eliminada o neutralizada “no son otra cosa los reinos, sino grandes compañías de ladrones”.