PACO BONO.
Pleno en el Ayuntamiento de Madrid. Ana Botella, alcaldesa de sustitución, ha prestado un nuevo servicio al “consenso”; otra traición acaecida ante la mirada atónita de los ingenuos electores, los que todavía votan porque creen que su voto sirve para algo más que la colocación de unos u otros amigos de los aparatos de los partidos subvencionados. Desde ya, una calle de Madrid ha tomado el nombre del fallecido líder comunista, Santiago Carrillo; famoso porque fuera consejero de seguridad pública cuando se produjeron las terribles matanzas de Paracuellos del Jarama, allá en los primeros meses de la Guerra Civil Española. Pero no desea el autor de este artículo centrarse en tan macabro acontecimiento, el mayor de las fosas comunes españolas, tantas veces analizado por buenos historiadores.
Esta medida resulta un acto bochornoso para muchos, que se preguntan cómo puede una institución gobernada con mayoría absoluta por el Partido Popular permitir que una calle de Madrid luzca el nombre de ese nefasto personaje de la extrema izquierda social. ¿Qué le deben los señores concejales populares a Carrillo? El PP de Madrid se ha lavado las manos a lo Poncio Pilatos y ha consentido, teatro de abandono del pleno incluido, que fueran otros los que firmaran la infame Calle Carrillo. Una vez más se demuestra que el voto del súbdito no cuenta nada, que sus señorías cesan en sus obligaciones a su antojo, sirviendo en bandeja sus cacareados principios y valores, ¿por qué?, ¿por los votantes a los que falsamente dicen representar? No. Por el pacto del “consenso”, ese que fraguaron en la Transición.
La Transición, también conocida como la “Traición” o “Transacción”, conllevó que la Nación Española pasase de padecer un régimen autoritario, previamente militar y, posteriormente de tecnócratas, a sufrir un régimen de autoridad compartida con reparto porcentual, eso que llaman soberanía nacional y no es más que libertad tolerada y tutelada, la monarquía parlamentaria, la partidocracia. Franco nombró al Rey y el Rey aceptó el pacto, el consenso entre todos los partidos, ya que sólo así garantizaba su “Trono” y sus privilegios. Los españoles no pudieron entonces elegir la forma de Estado y de gobierno. El pueblo hubo de aceptar con un sí o sí el consenso, y únicamente se le permitió responder sí o no a la Constitución que los pactantes ya habían redactado en los despachos. ¿Cambiaba algo el que ganase el no? No. ¿Tenía el pueblo español algún conocimiento de lo que significaba la libertad política y la democracia? Aún hoy, no; pues, entonces, menos.
La mesa del Consenso, la de la España que hoy califican de discutida y discutible, la del secuestro de la Nación, la de la corrupción generalizada y el despilfarro, la de la impunidad del Rey y de determinados políticos, la de la subvención del Estado a partidos, sindicatos y patronal, la mesa que es el origen de nuestros males, de nuestras sucesivas crisis con millones de parados, de nuestro nivel instructivo general, de nuestra falta de patriotismo, de nuestro pasotismo en lo político, de nuestra impotencia en lo institucional, la mesa de la frustración colectiva la consintieron los franquistas, leales a Juan Carlos por orden de Franco, y la formaron UCD, PSOE, Alianza Popular, CIU, PC… He aquí la clave de lo que esta semana ha sucedido en el Ayuntamiento de Madrid. El régimen partidos fue posible cuando se integró en el proyecto juancarlista a los “pro-totalitarios”, los comunistas, los derrotados en la guerra civil. Lo que ellos llaman hoy democracia, es en realidad el gobierno de los autoritarios y los totalitarios, agrupados todos en la socialdemocracia y sumados en consenso con los separatistas, constante contradicción, que da igual lo que digan o hagan aquéllos que sólo quieren destruir España, que la pasta ajena bien vale el acuerdo y el diálogo si la hay. La crisis ha removido las fichas del juego, produciendo crispación interna en los grupos políticos y generando una tensión institucional sin precedentes a los ojos de los súbditos. A pesar de todo, ninguno de ellos olvida que Carrillo siempre fue y será uno de los suyos, el hombre imprescindible para la consecución de su negocio público, la figura que consagró el régimen bajo la apariencia de una reconciliación imprescindible para su éxito. Y es que tras la Transición, todos pasaron a ser uno, el Estado de partidos.